¿Que és el Espiritismo?

Allan Kardec

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Oposición de la ciencia

V. –Usted, según dice, se apoya en los hechos, pero le oponen la opinión de los sabios que los niegan, o que los explican de distinta manera. ¿Por qué no se han ocupado ellos del fenómeno de las mesas giratorias? Si en el hubiesen visto algo serio, me parece que se hubiesen guardado de descuidar tan extraordinarios hechos, y menos aún rechazarlos con desdén, mientras que todos están en contra de usted. ¿No son los sabios la antorcha de las naciones, y no es su deber el de difundir la luz? ¿Cómo quiere usted que la hubiesen apagado, presentándoseles tan buena ocasión de revelar al mundo una nueva fuerza? A. K. –Usted acaba de trazar de un modo admirable el deber de los sabios. Lástima que lo hayan olvidado más de una vez. Pero antes de contestar a esta juiciosa observación, debo rectificar un grave error en que ha incurrido usted, diciendo que todos los sabios están en contra de nosotros. Como he dicho antes, el Espiritismo hace sus prosélitos precisamente en la clase ilustrada, y en todos los países del mundo: cuenta con un gran número de ellos entre los médicos, de todas las naciones, y los médicos son hombres de ciencia, los magistrados, los profesores, los artistas, los literatos, los militares, los altos funcionarios, los eclesiásticos, etc., que se acogen a su bandera son personas a las cuales no puede negarse cierta dosis de ilustración, puesto que no solamente hay sabios en la ciencia oficial y en las corporaciones constituidas. El hecho de que el Espiritismo no tenga un derecho de ciudadanía en la ciencia oficial, ¿Es motivo para condenarle? Si la ciencia jamás se hubiese engañado, su opinión podría pesar en la balanza; pero desgraciadamente, la experiencia prueba lo contrario. ¿No ha rechazado como quimeras una multitud de descubrimientos que, más tarde, han ilustrado la memoria de sus autores? El verse privada Francia de la iniciativa del vapor, ¿No está relacionada con la primera de nuestras corporaciones sabias? Cuando Fulton vino al campo de Bolonia a presentar su sistema a Napoleón I, quien recomendó su examen inmediato al Instituto, ¿No dijo éste que semejante sistema era un sueño impracticable, y que no había lugar para ocuparse de él? ¿Ha de concluirse de aquí que los miembros del Instituto son ignorantes? ¿Justifica esto los epítetos triviales que se complacen ciertas personas en prodigarles? Seguramente que no, y ninguna persona sensata deja de hacer justicia a su eminente saber, reconociendo, sin embargo, que no son infalibles, y que su juicio no es decisivo, sobre todo en cuanto a ideas nuevas. V. –Enhorabuena, convengo en que no son infalibles. Pero no es menos cierto que, a causa de su saber, su opinión vale algo, y que si usted los tuviese a favor suyo, daría esto mucho prestigio a su sistema. A. K. –También admitirá usted que nadie es buen juez más que en los asuntos de su competencia. Si quisiera usted edificar una casa, ¿Se dirigiría a un médico? Si estuviese malo, ¿Se haría cuidar por un arquitecto? Si tuviese un pleito, ¿Tomaría parecer de un bailarín? En fin, si tratase de una cuestión de teología, ¿La haría usted resolver por un químico o por un astrónomo? No, a cada uno lo suyo. Las ciencias vulgares descansan sobre las propiedades de la materia que puede manipularse a nuestro antojo; los fenómenos que la materia produce tienen por agentes fuerzas materiales. Los fenómenos del Espiritismo tienen por agentes inteligencias independientes, dotadas de libre albedrío, y no sometidas a nuestro capricho. De este modo se sustraen a nuestro procedimiento de laboratorio y a nuestros cálculos, y por tanto, no son del dominio de la ciencia propiamente dicha. Las ciencia, pues, se ha extraviado cuando ha querido experimentar a los espíritus como con una pila voltaica. Ha fracasado, y así debía suceder, porque operaba obedeciendo a una analogía que no existe, y luego, sin tomarse mayor trabajo, ha proferido la negativa: juicio temerario, que el tiempo se encarga de reformar cada día, como ha reformado muchos otros, y los que lo han pronunciado pasarán por la vergüenza de haberse revelado, harto ligeramente, contra la potencia infinita del Creador. Las corporaciones sabias no tienen, ni tendrán nunca que decidirse en esta cuestión. No es de su incumbencia, como no lo es determinar si Dios existe, siendo por consiguiente erróneo el querer hacerlas jueces. El Espiritismo es una cuestión de creencia personal que no puede depender del voto de una asamblea, porque, aunque le fuese favorable, no puede forzar las conciencias. Cuando la opinión pública se haya formado sobre este particular, los sabios, como individuos, lo aceptarán, obedeciendo a la fuerza de las cosas. Deje que pase una generación, y con ella, las preocupaciones del amor propio que se subleva, y verá usted que sucede con el Espiritismo lo que con otras verdades que se han combatido, acerca de las cuales sería actualmente ridícula la duda. Hoy se trata de locos a los creyentes, mañana los locos serán los incrédulos, al igual como en otro tiempo se trataba de locos a los que creían en el movimiento de la Tierra. Pero todos los sabios no han emitido el mismo juicio, y entiendo por sabios los hombres de estudio y de ciencia, con o sin título oficial. Muchos han hecho el razonamiento siguiente: “No hay efecto sin causa y los más vulgares efectos pueden conducirnos a los más graves problemas. Si Newton hubiese despreciado la caída de la manzana; si Galvani hubiese rechazado a su criada tratándola de loca y visionaria, cuando le hablaba de las ranas que bailan en el plato, quizá estaríamos aún sin conocer la admirable ley de la gravitación universal y las fecundas propiedades de la pila. El fenómeno que se conoce con el nombre burlesco de danza de las mesas, no es más ridículo que el de la danza de las ranas, y quizá encierra también alguno de esos secretos de la Naturaleza que revolucionan a la humanidad cuando se tiene la clave de ello” Se ha dicho además: “Puesto que tantas personas se ocupan de él, puesto que hombres serios lo han estudiado, preciso es que haya algo en todo eso: una ilusión, una moda si se quiere, no puede tener ese carácter de generalidad. Puede seducir a un círculo, a un corrillo, pero no pasear el mundo entero. Guardémonos, pues, de negar la posibilidad de lo que no comprendemos, no sea que tarde o temprano recibamos un mentís poco favorable a nuestra perspicacia”. V. –Perfectamente; he aquí un sabio que razona con sabiduría y prudencia, y yo, sin serlo, pienso como él. Pero observe usted que nada afirma: duda, duda únicamente, ¿Y sobre qué basar la creencia en la existencia de los espíritus y, sobre todo, la posibilidad de comunicarse con ellos? A. K. –Esta creencia se apoya en los razonamientos y en hechos. Yo mismo lo la adopté hasta después de haberla examinado detenidamente. Habiendo adquirido en el estudio de las ciencias exactas costumbres positivas, he sondeado y escudriñado esta nueva ciencia en sus más ocultos repliegues; he querido darme cuenta de todo: porque no acepto una idea hasta no conocer el porqué y cómo de la misma. He aquí el razonamiento que me hacía un ilustre médico, incrédulo en otro tiempo y hoy adepto ferviente: ALLAN KARDEC 21 “Se dice que se comunica seres invisibles; y, ¿Por qué no? Antes de la invención del microscopio, ¿Sospechábamos la existencia de esos millares de animalitos que tantos trastornos causan en nuestro cuerpo? ¿Dónde está la imposibilidad material de que haya en el espacio seres inaccesibles a nuestros sentidos? ¿Tendremos acaso la ridícula pretensión de saberlo todo y decir a Dios que nada más puede enseñarnos ya? Si esos seres invisibles que nos rodean son inteligentes, ¿Por qué no han de comunicarse con nosotros? Si están en relación con los hombres, deben desempeñar un papel en el destino y en los acontecimientos. ¿Quién sabe? Acaso constituyen uno de los poderes de la Naturaleza, una de esas fuerzas ocultas que nosotros no sospechamos. ¡Qué nuevo horizonte ofrece todo eso al pensamiento! ¡Qué vasto campo de observaciones! El descubrimiento del mundo de los invisibles sería muy distinto del de los infinitamente pequeños; más que un descubrimiento, sería una revolución en las ideas. ¡Cuántas cosas misteriosas explicaría! Los que en ellos creen son puestos en ridículo, ¿Pero qué prueba esto? ¿No ha sucedido lo mismo con todos los grandes descubrimientos? ¿No se rechazó a Cristóbal Colón, saciándole de disgustos y tratándole de insensato? Semejantes ideas, se dice, son tan extrañas que no pueden admitirse; pero el que hubiese afirmado, hace medio siglo únicamente, que en algunos minutos podría establecerse correspondencia del uno al otro extremo del mundo; que en algunas horas se podría atravesar Francia; que con el humo de un poco de agua hirviendo caminaría un buque a pesar del viento de proa; que se sacarían del agua los medios de alumbrarse y calentarse; que podría iluminarse París en un instante con un solo receptáculo de una sustancia invisible; al que todo o algo de esto hubiese afirmado, repito, ¿No se le hubieran reído a carcajadas? ¿Y es por ventura más prodigioso que esté poblado el espacio de seres inteligentes que, después de haber vivido en la Tierra, han dejado la envoltura material? ¿No se encuentra en este hecho la explicación de una multitud de creencias que se refieren a la más remota antigüedad? Semejantes cosas vale la pena de que las profundicemos”. He aquí las reflexiones de un sabio, pero de un sabio sin pretensiones; palabras que son también las de una multitud de hombres ilustrados. Han visto, no superficialmente y con prevención; han estudiado seriamente y sin estar prevenidos en contra, han tenido la modestia de no decir: no lo comprendo, luego no es cierto; han formado su convicción por medio de la observación y el razonamiento. Si esas ideas hubiesen sido quiméricas, ¿Cree usted que semejantes hombres las hubiesen adoptado? ¿Qué por tanto tiempo hubieran sido juguete de una ilusión? No hay, pues, imposibilidad material de que existan seres invisibles para nosotros y de que pueblen el espacio; consideración que por sí sola debiera inducir a mayor circunspección. ¿Quién en otro tiempo hubiese pensado que una gota de agua clara encierra millares de seres, cuya pequeñez confunde nuestra imaginación? Pues digo que más difícil era a la razón el concebir seres provistos de tan diminutos órganos y funciones como nosotros, que admitir lo que llamamos espíritus. V. –Sin duda alguna, pero de la posibilidad de que exista una cosa, no se deduce que realmente exista. A. K. –De acuerdo; pero usted convendrá en que desde el momento en que no es imposible, se ha dado un gran paso, porque nada en ella repugna a la razón. Resta, pues, evidenciarla por la observación de los hechos, observación que no es nueva. La historia, tanto sagrada como profana, prueba la antigüedad y la universalidad de esta creencia, que se ha perpetuado a través de todas las vicisitudes del mundo, y que, en estado de ideas innatas e intuitivas se encuentran grabada en el pensamiento de los pueblos más salvajes, así como la del Ser Supremo y la de la vida futura. El Espiritismo no es, pues, de creación moderna ni mucho menos; todo prueba que los antiguos lo conocían tan bien o quizá mejor que nosotros, con la única diferencia de que se enseñaba mediante ciertas precauciones misteriosas que lo hacían inaccesibles al vulgo, abandonando intencionalmente en el lodazal de la superstición. Con respecto a los hechos, son de dos naturalezas: los unos espontáneos, y provocados los otros. Entre los primeros, debemos colocar las visiones y apariciones, que son muy frecuentes; los ruidos, alborotos y perturbaciones de objetos sin causa material, y multitud de efectos insólitos que se catalogaban como sobrenaturales, y que hoy nos parecen sencillos. Porque, para nosotros, nada hay sobrenatural, ya que todo entra en las leyes inmutables de la Naturaleza. Los hechos provocados son los obtenidos con el auxilio de los médiums.