Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1860

Allan Kardec

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Los Espíritus glóbulos

El deseo de ver a los Espíritus es una cosa muy natural y conocemos a pocas personas que no gustarían tener esta facultad; infelizmente es una de las más raras, sobre todo si es permanente. Las apariciones espontáneas son bastante frecuentes, pero son accidentales y casi siempre motivadas por una circunstancia completamente individual, basada en las relaciones que han podido existir entre el vidente y el Espíritu que le aparece. Por lo tanto, una cosa es ver fortuitamente a un Espíritu y otra es verlo habitualmente, y en las condiciones normales más comunes; ahora bien, es esto lo que constituye la facultad propiamente dicha de los médiums videntes. Ella resulta de una aptitud especial, cuya causa es aún desconocida y que puede desarrollarse, pero que sería provocada en vano si no existiese la predisposición natural. Por lo tanto, es necesario mantenerse en guardia contra las ilusiones que pueden nacer del deseo de poseerla y que han dado lugar a sistemas extraños. Combatimos tanto las teorías aventuradas por las cuales son atacadas las manifestaciones, sobre todo cuando estas teorías denotan la ignorancia de los hechos, como debemos buscar –en interés de la verdad– destruir las ideas que prueban más entusiasmo que reflexión, y que por esto mismo hacen más mal que bien al ponerlas en ridículo.

La teoría de las visiones y de las apariciones es hoy perfectamente conocida; nosotros la hemos desarrollado en varios artículos, particularmente en los números de diciembre de 1858, de febrero y de agosto de 1859, y en nuestra obra El Libro de los Médiums o Espiritismo experimental. Por lo tanto, no la repetiremos aquí; sólo recordaremos efectivamente algunos puntos, antes de llegar al examen del sistema de los glóbulos.

Los Espíritus se presentan bajo varios aspectos: el más frecuente es la forma humana. Generalmente su aparición tiene lugar bajo una forma vaporosa y diáfana, algunas veces vaga y borrosa; al principio es, a menudo, una luz blanquecina cuyos contornos se van delineando poco a poco. Otras veces las líneas son más acentuadas y los menores rasgos del rostro se distinguen con una tal precisión que permite que sean descriptos lo más exactamente posible. En esos momentos, un pintor podría hacer ciertamente un retrato con tanta facilidad como si lo hiciera de una persona viva. Los modales y el aspecto son los mismos que tenía el Espíritu cuando estaba encarnado. Al poder dar todas las apariencias a su periespíritu –que constituye su cuerpo etéreo–, el Espíritu se presenta con aquella que mejor le permita hacerse reconocer; de esta manera, aunque como Espíritu no tenga más ninguna de las enfermedades corporales que pudiera haber tenido como hombre, podrá presentarse lisiado, cojo o jorobado, si así lo juzga conveniente para probar su identidad. En cuanto a la ropa, por lo general se compone de una túnica que termina en largos pliegues flotantes; es al menos la apariencia de los Espíritus superiores que nada han conservado de las cosas terrestres; pero los Espíritus comunes, aquellos que hemos conocido aquí, se presentan casi siempre con la ropa que usaban en el último período de su existencia. Frecuentemente poseen los atributos característicos de su posición. Los Espíritus superiores tienen siempre un semblante bello, noble y sereno; los Espíritus inferiores, al contrario, tienen una fisonomía vulgar, cual espejo donde se reflejan las pasiones más o menos innobles que los agitaban; éstos, algunas veces, llevan los vestigios de los crímenes que han cometido o de los suplicios que han padecido. Una cosa notable es que, exceptuando circunstancias particulares, las partes menos delineadas son generalmente los miembros inferiores, mientras que la cabeza, el torso y los brazos son siempre trazados con nitidez.

Hemos dicho que las apariciones tienen algo de vaporoso, a pesar de su nitidez; en ciertos casos podrían ser comparadas con la imagen reflejada en un cristal sin acero en su parte posterior, lo que no impide que se vean los objetos que se encuentran detrás. Generalmente las perciben así los médiums videntes; éstos las ven ir, venir, entrar, salir y circular entre la multitud de los encarnados, pareciendo –al menos en lo que respecta a los Espíritus comunes– tomar parte activa de lo que sucede a su alrededor, interesándose según el tema y escuchando lo que se habla. Con frecuencia las apariciones son vistas acercándose a las personas, sugeriéndoles ideas, influyendo sobre ellas, consolándolas, mostrándose tristes o contentas según el resultado que obtengan; en una palabra, son la copia o el reflejo del mundo corporal, con sus pasiones, sus vicios o sus virtudes, más virtudes de lo que nuestra naturaleza material difícilmente nos permite comprender. Tal es ese mundo oculto que puebla los espacios, que nos rodea, en medio del cual vivimos sin sospecharlo, así como vivimos en medio de las miríadas del mundo microscópico.

Pero puede ocurrir que el Espíritu revista una forma aún más nítida y tome todas las apariencias de un cuerpo sólido, hasta el punto de producir una ilusión completa y de hacer creer en la presencia de un ser corporal. En fin, la tangibilidad puede volverse real, es decir, que es posible tocar ese cuerpo, palparlo, sentir la misma resistencia, el mismo calor que en un cuerpo animado, lo que no impide que la aparición pueda desvanecerse con la rapidez de un relámpago. No sólo la aparición de estos seres –designados con el nombre de agéneres– es muy rara, sino que ella es siempre accidental y de corta duración, y bajo esa forma no podrían tornarse los comensales habituales de una casa.

Se sabe que entre las facultades excepcionales, de las que el Sr. Home ha dado pruebas irrecusables, es preciso colocar la de hacer aparecer manos tangibles, que pueden ser palpadas y que, a su turno, pueden agarrar, apretar y dejar marcas en la piel. Digamos que los casos de apariciones tangibles son bastante raros; pero los que han sucedido en estos últimos tiempos confirman y explican los que la Historia relata con relación a personas que se han mostrado después de su muerte con todas las apariencias de su naturaleza corporal. Además, por extraordinarios que sean semejantes fenómenos, todo lo sobrenatural desaparece cuando se conoce su explicación y, entonces, se comprende que lejos de ser una derogación de las leyes de la Naturaleza, no son otra cosa que una aplicación de las mismas.

Cuando los Espíritus presentan la forma humana, no es posible engañarse; pero no es así cuando toman otras apariencias. No hablaremos aquí de ciertas imágenes terrestres reflejadas por la atmósfera, que pudieron alimentar la superstición de gente ignorante, y sí de algunos otros efectos sobre los cuales hasta hombres esclarecidos pudieron equivocarse; es sobre todo ahí que es necesario mantenerse en guardia contra la ilusión, para no exponerse a tomar como Espíritus a fenómenos puramente físicos.

No siempre el aire está absolutamente limpio, y hay circunstancias en que la agitación y las corrientes de las moléculas aeriformes producidas por el calor son perfectamente visibles. La aglomeración de esas partículas forma pequeñas masas transparentes que parecen nadar en el espacio y que han dado lugar al singular sistema de los Espíritus bajo la forma de glóbulos. Por lo tanto, la causa de esta apariencia está en el propio aire, pero también puede estar en el ojo. El humor ácueo ofrece puntos imperceptibles que han perdido su transparencia; estos puntos son como cuerpos semiopacos que se hallan en suspensión en el líquido, cuyos movimientos y ondulaciones acompañan. Por efecto del aumento y de la refracción, producen en el aire ambiente y a la distancia la apariencia de pequeños discos, algunas veces irisados, variando de 1 a 10 milímetros de diámetro. Hemos visto a ciertas personas que confunden esos discos con Espíritus familiares, diciendo que éstos las estarían siguiendo y acompañando a todas partes, y en su entusiasmo toman por figuras los matices de la irisación. Una simple observación suministrada por estas mismas personas, ha de llevarlas al terreno de la realidad. Esos discos o medallones –dicen ellas– no sólo las acompañan, sino que siguen todos sus movimientos; van a la derecha, a la izquierda, hacia arriba, hacia abajo o se detienen según el movimiento de la cabeza. Esta coincidencia prueba por sí misma que la sede de la apariencia está en nosotros y no fuera de nosotros, y lo que lo demuestra, además de ello, es que en sus movimientos ondulatorios esos discos nunca se alejan de un cierto ángulo; pero como no siguen bruscamente el movimiento de la línea visual, parecen tener una cierta independencia. La causa de este efecto es muy sencilla. Hemos dicho que los puntos opacos o semiopacos del humor ácueo –causa primera del fenómeno– se hallan como en suspensión, pero tienden siempre a descender; cuando suben es porque fueron impulsados por el movimiento del ojo de abajo hacia arriba; al llegar a una cierta altura, si se fija el ojo, vemos que los discos descienden lentamente y después se detienen. Su movilidad es extrema, porque basta un movimiento imperceptible del ojo para hacerlos recorrer en el rayo visual toda la amplitud del ángulo en su abertura en el espacio, donde la imagen se proyecta.

Lo mismo diremos de las lucecitas que algunas veces se producen en haces o en manojos más o menos compactos, por la contracción de los músculos del ojo, y que probablemente se deben a la fosforescencia o a la electricidad natural del iris, puesto que están generalmente circunscriptas a la circunferencia del disco de ese órgano.

Semejantes ilusiones sólo pueden provenir de una observación incompleta; quien haya estudiado seriamente la naturaleza de los Espíritus, por todos los medios que proporciona la ciencia práctica, comprenderá cuán pueriles son dichas ilusiones. Si esos glóbulos aéreos fuesen Espíritus, habría que convenir en que estarían reducidos a un papel demasiado mecánico asignado a seres inteligentes y libres, papel bastante tedioso para los Espíritus inferiores, e incompatible, con mucha más razón, con la idea que tenemos de los Espíritus superiores.

Los únicos signos que pueden verdaderamente atestiguar la presencia de los Espíritus son los signos inteligentes. En cuanto no fuere probado que las imágenes de que acabamos de hablar –aunque tomen incluso la forma humana– tienen un movimiento propio, espontáneo, con un evidente carácter intencional y que denoten una voluntad libre, no veremos en esto sino fenómenos fisiológicos o de óptica. La misma observación se aplica a todos los géneros de manifestaciones y sobre todo a los ruidos, a los golpes, a los movimientos insólitos de los cuerpos inertes, que mil y una causas físicas pueden producir. Lo repetimos: en cuanto un efecto no fuere inteligente por sí mismo, e independiente de la inteligencia de los hombres, es preciso observarlo más de una vez antes de atribuirlo a los Espíritus.