Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1860

Allan Kardec

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Bibliografía - La condesa Matilde de Canossa

Este es el título de una novela legendaria, publicada en Roma en 1858, por el R. P. Bresciani, de la Compañía de Jesús,[1] autor de El hebreo de Verona. El tema de la obra es la historia –en el género de Walter Scott– de la antigua familia de Canossa: ha sido por esto que el autor se la ha dedicado al descendiente actual de esa ilustre familia, el marqués Octave de Canossa, alcalde de Verona y gentilhombre de cámara de Su Majestad el Emperador de Austria. La acción transcurre en la Edad Media; los hechiceros y los magos desempeñan allí un gran papel, y las escenas de hechicería son descriptas con una precisión que daría envidia al novelista escocés. El autor nos parece menos feliz en su evaluación de los fenómenos espíritas modernos, de las mesas giratorias, del magnetismo y del sonambulismo; ahora bien, he aquí lo que nosotros leemos al respecto en el capítulo X, página 170:

"Varios de mis lectores –y tal vez no sean en pequeño número– podrían realmente sorprenderse por ver expuesto en los capítulos anteriores todo un aparato de hechicerías, conjuraciones, sortilegios, alucinaciones, irrupciones fantásticas que no quedarían mal en las historias nocturnas y en los cuentos de viejas. –En nuestros días, ¿quién cree todavía en necromantes, hechiceros, encantamientos, embrujos, brebajes mágicos o comunicaciones con el diablo? ¿Desearíais que volvamos a los cuentos de hadas de Martín del Río,[2] a las tontas supersticiones del pueblo y de las comadres de las esquinas, a través de las leyendas que le ponen la piel de gallina a las campesinas de cachetes grandes, que tienen miedo del hombre lobo y que le quitan el sueño a las miedosas marmotas, en nombre del cuco? Realmente, amigo, ¡este es el momento de librarnos de esas pamplinas! –Tal es, más o menos, el lenguaje que me parece oír.

"Responderé que, antes de desdeñar tanto a las antiguas creencias, sería preciso que cada uno ponga la mano en la conciencia y se pregunte, bien francamente, si al menos no es tan crédulo como algunos de sus antepasados. Veamos un poco: ¿Qué significa esta moda de magnetizadores y de médiums, de mesas giratorias, parlantes y proféticas; de sonámbulos que ven a través de las paredes, que leen por el codo, que ante sí tienen presentes lo que se dice y se hace a veinte, treinta o cuarenta millas de distancia; que leen y escriben sin saber ni el abecé; que sin conocer una palabra de Medicina, señalan y determinan todos los casos patológicos, indicando sus causas y prescribiendo el remedio con las dosis recomendadas en todos los términos greco-árabes del vocabulario científico? ¿Qué son esos interrogatorios a los Espíritus, esas respuestas de personas muertas y enterradas, esas profecías de acontecimientos futuros? ¿Quién evoca a estas sombras? ¿Quién las hace hablar? ¿Quién les hace ver un futuro que no existe? ¿Quién les hace proferir esas blasfemias contra Dios, contra los santos del Cielo, contra los sacramentos de la Iglesia?

"Veamos, gente brava, ¡hablad! ¿Por qué esas muecas y esas miradas sombrías? –¡Ah! ¡Quién sabe lo que me acabaréis diciendo! ¡Misterios de la Naturaleza, leyes desconocidas, fuerza de la lucidez, sentido oculto en el organismo humano! Sutileza del fluido magnético, del influjo nervioso, de las ondulaciones ópticas y acústicas; virtudes secretas que la electricidad o el magnetismo estimulan en el cerebro, en la sangre, en las fibras, en todas las partes vitales; poderes y fuerzas supremas de la voluntad y de la imaginación.

"Amigos míos, estos son cuentos, palabras sin sentido, frases vacías, rodeos ambiguos, enigmas que vosotros mismos no comprendéis. Toda la diferencia que hay entre nosotros y nuestros antepasados está en que, para negar un misterio, nosotros forjamos otros cien, mientras que para aquella buena gente un gato era un gato, y el diablo era el diablo. Tenemos la pretensión de otorgar a la Naturaleza fuerzas que ella no tiene y que no puede tener; nuestros ancestrales, más sabios y más francos, decían –sin tantos circunloquios– que había operaciones sobrenaturales, y sencillamente las trataban como hechicerías.

"Sin embargo, menos versados que nosotros en el conocimiento de los fenómenos naturales, ellos llegaron indudablemente a tomar a veces por un efecto prodigioso cosas que no salen del orden natural, mientras que los modernos, mucho más esclarecidos, no dejan de observar un buen número de supercherías de los magnetizadores como efecto misterioso de las leyes secretas de la Naturaleza, y las operaciones realmente diabólicas como jugarretas más o menos sutiles. Pero los hombres más cristianos de los buenos y viejos tiempos bien sabían que los Espíritus malos, evocados por medio de ciertos signos, de ciertas conjuraciones, de ciertos pactos, aparecían, respondían, alucinaban la imaginación al impresionar de mil maneras y, sobre todo, al hacer el mayor mal que podían a los que con ellos conversaban. Confesad, pues, de buena fe que, inclusive en nuestros días, tenemos en mayor número que antiguamente a nuestros necromantes, a nuestros magos y a nuestros hechiceros, con la diferencia de que nuestros pobres antepasados tenían horror a esos maleficios, que ellos practicaban en secreto, en las tinieblas, en las cavernas, en las florestas, siendo que muchos se arrepentían de eso, confesándose y después haciendo penitencia; mientras que en nuestros días son practicados en los salones refulgentes de oro y de luces, en presencia de curiosos, ante muchachas, niños, madres, sin el más mínimo escrúpulo y a menudo regocijándose con las supersticiones de la Edad Media.

"Creedme: en todas las épocas, los hombres han querido relacionarse con el demonio, y este espíritu astuto, aunque los hombres no lo devuelvan a los abismos y con él mantengan contacto, se adapta a todas las transformaciones. En los siglos idólatras él vivía con los oráculos y las pitonisas; se mostraba bajo la forma de paloma, de urraca, de gallo, de serpiente, y cantaba versos fatídicos. En la Edad Media se presentaba pedante, frente a los pueblos bárbaros, y les aparecía con formas terribles, en monstruosas conjuraciones. Si a veces él se encogía y se sutilizaba hasta el punto de alojarse en los cabellos, en los frascos, en los brebajes mágicos que los hechiceros hacían beber a los amantes, no era sin inspirar un gran terror. Hoy, en cambio, él se presta a la civilización del siglo; se complace en el mundo elegante, en las reuniones brillantes; sucesivamente hace dormir a los sonámbulos, danza con las mesas, escribe con las mesitas de velador. En verdad, ¿no es muy gentil? ¡Tiene mucho cuidado de no asustar a nadie! Él se viste a la americana, a la inglesa, a la parisiense, a la alemana; es realmente amable, con la barba y el bigote fino de los italianos; es el preferido de los salones y sería muy tosco no tratarlo con irreprochable distinción. ¡Ya veis! Se ha vuelto tan buen apóstol que conversa de la manera más cortés con aquella señora que aún va a misa y que si le dijereis: –¡Tened cuidado! Existen cosas que no son naturales y que no podrían serlo: hay gato encerrado; los buenos cristianos no se ocupan con eso –se reiría de vosotros en la cara y os respondería con un aire jactancioso: –¡Demonio! Todo esto es muy natural: yo también soy cristiana; pero no soy una imbécil.

"Mientras tanto, si la ocasión se presenta, ella hará magnetizar a su hija de veinte años, a fin de hacerla leer, con su intuición magnética, los hechos distantes o secretos del futuro.

"¡Os dejo pensando si ese elegante diablo con guantes amarillos debe reírse en la cara de una buena cristiana!"

Dejamos a nuestros lectores el cuidado de apreciar el juicio del P. Bresciani: indudablemente en vano han de buscar allí, como nosotros, argumentos perentorios contra las ideas espíritas o cualquier demostración de la falsedad de estas ideas; sin duda, él piensa que no vale la pena una refutación seria de las mismas y que basta un soplo para disiparlas. Pero nos parece que, a ejemplo de la mayoría de los adversarios, él llega a una conclusión totalmente diferente de la esperada, ya que no prueba por A más B que eso no es posible NI PUEDE serlo. Como el P. Bresciani es un hombre de un talento indiscutible y de una instrucción superior, nosotros pensamos que, puesto que su objetivo era el de combatir a los Espíritus, debe haber reunido contra ellos sus armas más temibles; de esto deducimos que si no ha dicho más, es porque nada más tiene para decir; que si no da otras pruebas, es porque no tiene otras mejores para oponer: de lo contrario habría tenido el cuidado de presentarlas. Los más ridiculizados en toda esta argumentación no son los Espíritus, sino el propio diablo, que es tratado un poco caballerosamente y no como una cosa tomada en serio. Ante ese estilo chistoso, somos llevados a pensar que el autor no cree más en el diablo que en los Espíritus. Por tanto, si el diablo fuese el único agente de todas las manifestaciones –como se pretende–, convengamos en que desempeña un papel más divertido que terrible y que es mucho más capacitado para mover la curiosidad que para asustar. Además, tal es, hasta el presente, el resultado de todo lo que se ha dicho y escrito contra el Espiritismo, de manera que bien más lo han servido que perjudicado.

Según la mayoría de los críticos, el hecho de las manifestaciones no tiene alcance; es un entusiasmo pasajero, un juego de salón, y el autor no nos parece haberlo encarado desde un lado más serio; si es así, ¿por qué atormentarse? Dejad a la moda el cuidado de traer mañana un otro pasatiempo, y el Espiritismo vivirá lo que vivió la manía de los jarros de porcelana: el espacio de dos estaciones. Al tirarle piedras, dan a entender que le tienen miedo, porque sólo se busca derribar aquello que se teme; si es una quimera, una utopía, ¿por qué luchar contra molinos de viento? Es cierto que se dice que el diablo algunas veces se entromete; pero no habría necesidad de tantos autores como éste, pintando al diablo de color de rosa, para dar a todas las mujeres el deseo de conocerlo.

El P. Bresciani ¿ha examinado bien la cuestión? ¿Ha pesado el alcance de todas sus palabras? Nos permitimos dudarlo. Cuando él dice: ¿Qué son esas respuestas de personas muertas y enterradas? ¿Quién les hace ver un futuro QUE NO EXISTE? Nosotros nos preguntamos si es un cristiano o un materialista quien ha escrito semejantes cosas, y aún el materialista hablaría de los muertos con más respeto. –¿Quién les hace proferir esas blasfemias contra Dios? ¿Pero dónde están estas blasfemias? El autor, que atribuye todo al diablo, hizo sin duda esta suposición; de lo contrario sabría que la confianza más ilimitada en la bondad infinita de Dios es la propia base del Espiritismo; que en Éste todo se hace en el nombre de Dios; que los Espíritus más perversos no hablan de Él sino con temor y respeto, y los buenos hablan con amor. ¿Qué hay de blasfemo en esto? –Pero qué pensar de estas palabras: Tenemos la pretensión de otorgar a la Naturaleza fuerzas que ella no tiene y que NO PUEDE tener; nuestros ANCESTRALES, más sabios, sencillamente las trataban como hechicerías. Así, es más sabio atribuir los fenómenos de la Naturaleza al diablo que a Dios. Mientras que nosotros proclamamos el poder infinito del Creador, el P. Bresciani le pone límites; la Naturaleza, que resume la Obra Divina, no tiene y NO PUEDE tener otras fuerzas que aquellas que conocemos; en cuanto a las que podrían ser descubiertas, es más sabio atribuirlas al diablo que, así, sería más poderoso que Dios. ¿Hay necesidad de preguntar de qué lado está la blasfemia o el mayor respeto hacia el Ser Supremo? –En fin, el diablo toma todas las formas: En verdad, ¿no es muy gentil? Él se viste a la americana, a la inglesa, a la parisiense; es realmente amable, con la barba y el bigote fino de los italianos, y sería muy tosco no tratarlo con irreprochable distinción. No sabemos si los italianos se quedarán envanecidos por ser tomados como diablos con guantes amarillos. ¿Quiénes son esas bellas señoras que prefieren a esos gentiles demonios y que, ante el caritativo aviso de que hay gato encerrado, se ríen de vosotros y os exclaman: –¡Demonio! ¡No soy una imbécil!? Si es una figura de expresión, preguntaremos en qué mundo ellas usan tan lindas expresiones. Nosotros lamentamos que el autor no haya extraído sus conocimientos de Espiritismo en una fuente más seria, con lo que no hablaría con tanta ligereza. En cuanto no se le opongan argumentos más perentorios, sus adeptos podrán dormir bien tranquilos.



[1] Un volumen in 8º, traducido del italiano; editado por J.-B. Pélagaud y Cía., calle de los Santos Padres Nº 57, en París. Precio: 3 francos y 50 centavos. [Nota de Allan Kardec.]

[2] Del Río, erudito jesuita, nacido en Amberes en 1551 y muerto en 1608. El autor hace aquí alusión a la obra intitulada: Disquisitiones magicæ (Disquisiciones sobre la magia).