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El despertar del Espíritu (Médium: Sra. de Costel)
Cuando el hombre se despoja de sus restos mortales, siente un asombro y un deslumbramiento que lo dejan por algún tiempo indeciso acerca de su estado real; él no sabe si está vivo o muerto, y sus sensaciones –muy confusas– llevan bastante tiempo para aclararse. Poco a poco, los ojos del Espíritu se deslumbran con las diversas claridades que lo rodean; él acompaña todo un orden de cosas, grandes y desconocidas, que al principio tiene dificultad en comprender, pero que después reconoce que no es sino un ser impalpable e immaterial; busca sus despojos y se sorprende por no encontrarlos; transcurre algún tiempo antes de que la memoria del pasado le venga y lo convenza de su identidad. Al observar la Tierra que acaba de dejar, ve a sus parientes y amigos que lo lloran, y ve a su cuerpo inerte. En fin, sus ojos se libertan de la Tierra y se elevan al Cielo; si la voluntad de Dios no lo retiene en el suelo, sube lentamente y siente que flota en el espacio, lo que es una sensación deliciosa. Entonces, el recuerdo de la vida que deja le aparece muy frecuentemente con una claridad desoladora, mas otras veces consoladora. Te hablo aquí de lo que he sentido, yo que no soy un Espíritu malo, pero que no tengo la felicidad de ocupar una clase elevada. Nosotros nos despojamos de todos los prejuicios terrenos; la verdad aparece en toda su luz: nada atenúa las faltas y nada oculta las virtudes; vemos nuestra propia alma tan claramente como en un espejo. Buscamos entre los Espíritus a aquellos que fueron conocidos, porque el Espíritu tiene miedo de aislarse, pero ellos pasan sin detenerse. No hay comunicaciones amistosas entre los Espíritus errantes; aquellos mismos que se han amado no intercambian señales de reconocimiento; esas formas diáfanas deslizan y no permanecen fijas; las comunicaciones afectuosas están reservadas a los Espíritus superiores, que intercambian sus pensamientos. En cuanto a nosotros, el estado transitorio sólo nos sirve para nuestro adelanto, ya que nada debe distraernos; las únicas comunicaciones que nos son permitidas son con los humanos, porque las mismas tienen como objeto una mutua utilidad, que Dios prescribe.
Los Espíritus malos también contribuyen para el mejoramiento humano: ellos sirven como pruebas; el que resiste a ellos, adquiere méritos. Los Espíritus que dirigen a los hombres son recompensados con un gran ablandamiento de sus penas. Los Espíritus errantes no sufren por causa de la ausencia de comunicaciones entre sí, porque saben que han de reencontrarse; por eso tienen más fervor para que llegue el momento en que, después de cumplidas las pruebas, puedan recibir a sus seres queridos –lo que es indescriptible–, deseo que yace latente en ellos. Ninguno de los lazos que establecemos en la Tierra se destruye; nuestras simpatías serán restablecidas en el orden en que hayan existido, más o menos vivas según el grado de afecto o de intimidad que hayan tenido.
GEORGES