Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1860

Allan Kardec

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La inspiración

Voy a contarte una historia del otro mundo, donde me encuentro. Imagínate un cielo azul, un mar calmo y verde, con rocas notablemente talladas; ningún follaje, a no ser los pálidos líquenes que se extienden en las grietas de las piedras. He aquí el paisaje. Como simple novelista, no puedo complacerme en darte los detalles. Para poblar ese mar, esas rocas, solamente había un poeta, sentado, soñando y reflejando en su alma –como en un espejo– la belleza apacible de la Naturaleza, que no por eso hablaba menos a su corazón que a sus ojos. Ese poeta, ese soñador era yo. ¿Dónde? ¿Cuándo sucede mi relato? ¡Qué importa!

Entonces, yo escuchaba, observaba, conmovido y compenetrado en el profundo encanto de la gran soledad; de repente, en la parte superior de la roca, vi surgir de pie a una mujer; era alta, morena y pálida. Sus largos cabellos negros fluctuaban sobre su vestido blanco; ella miraba fijamente hacia delante, con una extraña firmeza. Yo me había levantado y arrebatado de admiración, porque aquella mujer, floreciendo de repente en la roca, parecía ser la propia inspiración, la divina inspiración, que tantas veces yo había evocado con singular éxtasis. Me aproximé; ella, sin moverse, extendió llana y magníficamente su brazo hacia el mar, y como si fuese inspirada, cantó con una voz suave y lamentosa. Yo la escuchaba, tomado de una tristeza mortal, y repetía mentalmente las estrofas que salían de sus labios, como de una fuente viva. Entonces, ella se volvió hacia mí, y fui envuelto en la sombra de su ropaje blanco.

–Amigo –dijo ella–, escúchame: menos profundo es el mar de olas cambiantes y menos duras son las rocas que el amor, el cruel amor que despedaza a un corazón de poeta; no escuches su voz, que se apodera de todas las seducciones de la ola, del aire, del sol, para oprimir, penetrar y quemar su alma, que tiembla y que desea sufrir el mal de amor. Así hablaba ella; yo la escuchaba y sentía que mi corazón se fundía en un éxtasis divino; hubiera querido aniquilarme en el hálito puro que salía de su boca.

–No, amigo –continuó ella–, no luches contra el genio que se adueña de ti; déjate llevar en sus alas de fuego por las esferas radiantes. Olvida, olvida la pasión que te arrastrará, a ti, águila destinada a las grandes alturas; escucha a las voces que te llaman a los conciertos celestiales. Alza tu vuelo, pájaro sublime: el genio es solitario; marcado por su sello divino, no puedes volverte esclavo de una mujer.

Ella hablaba, la sombra avanzaba y el mar verde se volvía negro; el cielo se oscurecía y los perfiles de las rocas tomaban una forma siniestra. Aún más radiosa, ella parecía coronarse de estrellas, que encendían sus luces centelleantes, mientras que su vestido, blanco como la espuma que golpeaba la playa, se extendía en pliegues inmensos. –No me dejes –le dije yo finalmente; llévame en tus brazos; deja que tus cabellos negros sirvan de lazos para retenerme cautivo. Déjame vivir en tu luz o morir a tu sombra.

Ven, entonces, respondió ella con una voz clara, pero que parecía distante; ven, ya que prefieres la inspiración que suaviza al genio, que el genio que esclarece a los hombres; ven, no te dejaré más, y ambos, heridos por un golpe mortal, seguiremos entrelazados como el grupo del Dante. No temas que te abandone, ¡oh, mi poeta! La inspiración te consagra para la desgracia y para el desdén de los hombres, que solamente han de bendecir tu canto cuando ellos no se sientan más irritados con el destello de tu genio.

Entonces sentí un poderoso abrazo que me levantaba del suelo; nada más vi, a no ser las blancas vestimentas que me envolvían como una aureola, y fui arrebatado por el poder de la inspiración, que para siempre me separaba de los hombres.

ALFRED DE MUSSET