Bibliografía
Siamora, la Druidesa, o el Espiritualismo en el siglo XV,
[1] por Clément de la Chave
Las ideas espíritas abundan en un gran número de escritores antiguos y modernos, y muchos autores contemporáneos quedarían admirados si les provásemos, por sus propios escritos, que son espíritas sin saberlo. Por lo tanto, el Espiritismo puede encontrar argumentos en sus propios adversarios, que a pesar suyo parecen haber sido llevados a darle armas. Así, los autores sagrados y profanos presentan un campo donde no sólo hay lo que espigar, sino también donde recoger a manos llenas: es lo que nos proponemos a hacer un día; y entonces veremos si los críticos juzgan conveniente mandar a los manicomios a los que ellos mismos han halagado y cuyos nombres tienen autoridad –con toda justicia– en las Letras, en las Artes, en las Ciencias, en la Filosofía o en la Teología. El autor del pequeño libro que anunciamos no es de aquellos que pueden ser llamados espíritas sin saberlo; al contrario, es un adepto serio y esclarecido, que le gusta resumir las verdades fundamentales de la Doctrina en un orden menos árido que la forma didáctica, y teniendo el atractivo de una novela medio histórica; en efecto, ahí encontramos al delfín –que más tarde fue Luis XI– y a algunos personajes de su tiempo, con la descripción de las costumbres de la época. Siamora, última descendiente de las antiguas druidesas, ha conservado las tradiciones del culto de sus antepasados, pero esclarecida por las verdades del Cristianismo. En un artículo de la
Revista del mes de abril de 1858, hemos visto a qué grado habían llegado los sacerdotes de la Galia en lo que atañe a la filosofía espírita; por lo tanto, no hay ninguna contradicción al poner esas mismas ideas en la boca de su descendiente. Al contrario, es poner en evidencia una verdad muy poco conocida, y que en este aspecto el autor bien la mereció de los espíritas modernos. Esto puede ser apreciado por las siguientes citas. Edda, joven novicia, en un momento de éxtasis, se expresa así al dirigirse a Siamora:
“Bajo la forma de mi ángel bueno, de mi ángel familiar, un Espíritu me aparece; él se ofrece para guiarme en las penosas visiones de este mundo. Los hombres –me dice él– son malos porque han menospreciado su naturaleza espiritual; porque han rechazado ese agente sutil, ese flujo divino que Dios había diseminado para la felicidad de los hombres en la Creación, y que los hacía iguales y hermanos. Entonces los hombres curaban, porque recurrían a este agente sutil de la Creación, retirando de él un poderoso auxilio. (…)
“¡Es a la hora de la muerte que cada hombre me aparece! ¡Oh, tristeza! ¡Oh, disgusto! ¡Qué amarga desesperación! Esos seres perversos han dejado de amar. Siamora, cada hombre lleva consigo, al morir, virtudes y vicios. Leve o cargada de faltas, su alma se eleva más o menos, porque guardó poco o mucho ese agente sutil, el amor, esa sustancia de Dios que, según las afinidades, atrae a sí sustancias semejantes y rechaza las que proceden de un principio contrario.
“El alma del hombre malo permanece errante en este mundo, sugiriendo a todos su esencia corrupta. Tiene la alegría del mal y el orgullo del vicio. Nosotros la hemos llamado
demonio; en el Cielo, su nombre es
hermano extraviado. –Siamora, pero de todos los corazones piadosos se eleva un suave vapor que consigue saturar al alma-demonio, a pesar suyo; ahí, ésta cobra un nuevo vigor, despojándose en parte de su corrupción... Entonces comienza a percibir la idea de Dios, lo que en aquel estado de alma no podía hacer. Así como el alma lleva consigo la imagen exacta, pero toda espiritual de su cuerpo, también a ella se junta esta otra, impregnada de sus vicios y de sus manchas, siendo que el alma, así sombría, no puede ver.
“Siamora, en ese mundo invisible, por encima del nuestro, donde con esfuerzo me elevo poco a poco, nubes refulgentes limitan mi visión; millares de almas, Espíritus celestiales, entran y salen de él. Como copos de nieve que suben, que bajan y se esparcen, corren llevados por el ímpetu caprichoso de los vientos. En su esencia espiritual, los ángeles descienden hasta nosotros, diciendo a unos palabras de paz, insinuando en el corazón de otros la creencia divina, inspirando a éste la búsqueda de la Ciencia, sugiriendo a aquél el instinto de lo bueno y de lo bello; porque ha sido tocado por el dedo de Dios, aquel que, en su arte, ha llevado allí el gusto por las nobles y grandes cosas. Todo hombre tiene su Egeria, su consejo, su inspiración; la soga de la salvación ha sido arrojada a todos; cabe a nosotros agarrarla. (…)
“Y ese hombre malo o, mejor dicho, esa alma-demonio, cuyos ojos han comenzado a abrirse al contacto con el aire puro, va llorando su crimen y pidiendo el sufrimiento para expiarlo. Si estuviere sola y privada de auxilio, ¿que hará?
“Un ángel de la caridad se aproxima y le dice:
Hermano extraviado, entra conmigo en la vida: allá está el infierno, allá está el lugar de sufrimientos donde cada uno de nosotros se regenera; ven, yo he de sostenerte: tratemos de hacer allí un poco de bien, a fin de que, para ti, la balanza del bien y del mal acabe por inclinarse hacia el lado bueno.
“Es así, Siamora, que para todos los hombres llega el momento de morir. Los veo elevándose más o menos a los cielos, entrar en la vida, sufrir nuevamente, depurarse, morir de nuevo y subir sin cesar a los espacios celestiales; aún no alcanzan el cielo del Dios único, pero a través de largas peregrinaciones por otros mundos –mucho más maravillosos y más perfeccionados que éste– conseguirán llegar de tanto depurarse.”
[1] Un volumen in 18º. Precio: 2 francos; Vannier, librero-editor, calle Notre-Dame-des-Victoires, Nº 52. – 1860.
[Nota de Allan Kardec.]