Disertaciones espíritas
Formación de los Espíritus
(Médium: Sra. de Costel)
Dios creó la semilla humana, que esparció en los mundos como el labrador arroja en los surcos el grano que debe germinar y madurar. Esas divinas semillas son moléculas de fuego que Dios hace irradiar del gran foco, centro de vida, donde resplandece su poder. Dichas moléculas son para la humanidad lo que los gérmenes de las plantas son para la tierra; se desarrollan lentamente y sólo maduran después de una larga permanencia en los planetas-madres, donde se forma el comienzo de las cosas. Hablo sólo del principio; al llegar a la condición de hombre, el ser se reproduce y la obra de Dios está consumada.
¿Por qué, siendo común el punto de partida, los destinos humanos son tan diversos? ¿Por qué unos nacen en un medio civilizado y otros en estado salvaje? ¿Cuál es, entonces, el origen de los demonios? Retomemos la historia del Espíritu en su primera eclosión. Apenas formadas, las almas, indecisas y balbucientes, son entretanto libres para inclinarse hacia el lado bueno o hacia el lado malo. Puesto que han vivido, los buenos se separan de los malos. La historia de Abel es ingenuamente verdadera. Las almas ingratas, apenas salidas de las manos del Creador, persisten en la rebeldía del crimen; entonces, durante la sucesión de los siglos, ellas erran, perjudicando a los otros y sobre todo a sí mismas, hasta que sean tocadas por el arrepentimiento, lo que infaliblemente sucede. Por consiguiente, los primeros demonios son los primeros hombres culpables. Dios, en su inmensa justicia, nunca impone sufrimientos que no sean resultantes de actos malos. La Tierra debía poblarse enteramente, pero no podría hacerlo por igual; según el grado de adelanto obtenido en las emigraciones terrestres, unos nacen en los grandes centros de civilización, mientras que otros –Espíritus inseguros que aún necesitan esclarecerse– nacen en bosques alejados; el estado salvaje es preparatorio. Todo es armonioso, y el alma culpable y ciega de un demonio de la Tierra no puede renacer en un centro esclarecido. Sin embargo, algunas se aventuran en ese medio que no es el suyo; si allí no andan al unísono, ellas dan un espectáculo de barbarie en medio de la civilización: son los seres desterrados.
El estado embrionario es el de un ser que todavía no sufrió emigración; no se puede estudiarlo aparte, porque es el origen del hombre.
GEORGES
Los Espíritus errantes
(Médium: Sra. de Costel)
Los Espíritus están divididos en varias categorías: al principio los
embriones, que no tienen ninguna facultad distinta; fluctúan en el aire como insectos que se ven en torbellino en un rayo de sol; ellos se agitan sin objetivo y se encarnan sin haber hecho su elección; se vuelven seres humanos ignorantes y groseros.
Por encima de ellos están los
Espíritus ligeros, cuyos instintos no son malos, sino maliciosos; ellos se burlan de los hombres y les causan contrariedades frívolas; son infantiles, y tienen caprichos y malicias pueriles.
Los Espíritus malos no son todos del mismo grado; hay los que no hacen otro mal más allá de sutiles engaños; no se vinculan a un ser y se limitan a cometer faltas poco graves.
Los Espíritus malévolos inducen al mal y se complacen con esto, pero aún tienen un destello de piedad.
Los Espíritus perversos no tienen piedad; todas sus facultades tienden al mal; lo hacen calculadamente, con persistencia y se complacen con las torturas morales que causan. Ellos corresponden, en el mundo de los Espíritus, a los criminales en el vuestro. Llegan a esta perversidad a fuerza de menospreciar las leyes de Dios; en sus vidas carnales, sucumben de caída en caída y pasan siglos antes de que les venga un pensamiento de renovación. El mal es su elemento; se entregan a él con deleite, pero al ser obligados a reencarnarse, pasan por tales sufrimientos, y estos sufrimientos aumentan tanto en sus vidas espirituales, que el deseo del mal se consume en ellos; terminan por comprender que deben ceder a la voz de Dios, que no cesa de llamarlos. Se han visto a Espíritus rebeldes que piden con ardor las más terribles expiaciones y que las soportan con la alegría del martirio. Este regreso al bien constituye una inmensa felicidad para los Espíritus puros. La palabra del Cristo, para las ovejas descarriadas, tiene el brillo de la verdad.
Los Espíritus errantes del segundo orden son los intermediarios entre los Espíritus superiores y los mortales, porque es raro que los Espíritus superiores se comuniquen directamente; para ello es preciso que se haga una solicitud particular. Esos intermediarios son los Espíritus de los mortales que no tienen ningún mal grave para recriminarse y cuyas intenciones no han sido malas. Ellos reciben misiones, y cuando las realizan con esmero y amor son recompensados con un progreso más rápido. Tienen menos emigraciones que experimentar; así, los Espíritus desean fervorosamente estas misiones, que sólo les son concedidas como recompensa y cuando son considerados capaces de cumplirlas. Son los Espíritus superiores que los dirigen y que escogen sus funciones.
Todos los Espíritus superiores no son del mismo grado; si ellos se eximen de las emigraciones en vuestros mundos, no lo están de las condiciones de progreso en las esferas más elevadas. En fin, no hay ninguna laguna en el mundo visible e invisible; un orden admirable ha provisto todo; ningún ser es ocioso o inútil; todos concurren en la medida de sus facultades para la perfección de la obra de Dios, que no tiene término ni límite.
GEORGES
El castigo
(Médium: Sra. de Costel)
Los Espíritus malévolos, egoístas y duros, inmediatamente después de la muerte, padecen una duda cruel acerca de su destino presente y futuro; miran a su alrededor, y como al principio no ven a nadie sobre quien puedan ejercer su influencia maléfica, la desesperación se apodera de ellos, porque el aislamiento y la inacción son intolerables para los Espíritus malos. No elevan su mirada hacia los lugares habitados por los Espíritus puros; observan lo que los rodea, y tan pronto como perciben el abatimiento de los Espíritus débiles y punidos, se arrojan sobre ellos como a una presa, valiéndose del recuerdo de sus faltas pasadas, que incesantemente ponen en acción mediante sus gestos escarnecedores. Como no les basta con esta burla, se lanzan a la Tierra como buitres hambrientos y buscan entre los hombres el alma que les dé el más fácil acceso a sus tentaciones. Se apoderan de la misma, exaltan su codicia, intentan extinguir su fe en Dios y, cuando finalmente se adueñan de esa conciencia y ven que su presa está dominada, extienden su fatal contagio a todo lo que se aproxime de su víctima.
El Espíritu malo que pone en práctica su rabia es casi dichoso; sólo sufre en los momentos en que no logra actuar y cuando el bien triunfa sobre el mal.
Sin embargo, los siglos transcurren; el Espíritu malo siente que de repente las tinieblas lo invaden. Su círculo de acción se restringe, y su conciencia, hasta entonces sorda, le hace sentir las puntas afiladas del remordimiento. Inactivo, arrastrado por el torbellino, dicho Espíritu deambula, sintiendo que la piel se le eriza de pavor –como dicen las Escrituras. Luego, un gran vacío se hace en él y a su alrededor; el momento ha llegado: debe expiar. Allí está la reencarnación, amenazadora; él ve, como en un espejismo, las pruebas terribles que le esperan; desearía retroceder, pero avanza y, precipitado en el profundo abismo de la vida, cae espantado hasta que el velo de la ignorancia cubre sus ojos. Él vive, actúa y aún es culpable; siente en sí mismo una especie de recuerdo que lo inquieta, como presentimientos que lo hacen temblar, pero que no le impiden retroceder en la senda del mal. Al estar sin fuerzas y agotado por sus crímenes, va a morir. Tendido sobre un camastro o sobre su lecho, ¡qué importa esto!, el hombre culpable siente, bajo su aparente inmovilidad, ¡que se estremece y que vive un mundo de sensaciones olvidadas! Bajo sus párpados cerrados, él ve que surge un destello y oye sonidos extraños; su alma, que va a dejar al cuerpo, se agita impacientemente, mientras que sus manos crispadas intentan aferrarse a las sábanas; le gustaría hablar y gritar a quienes lo rodean: –¡Retenedme! ¡Veo el castigo! Pero no lo consigue; la muerte se estampa en sus labios descoloridos, y los asistentes dicen: ¡He aquí que está en paz!
Entretanto, él escucha todo; flota alrededor de su cuerpo, al que no quiere abandonar; una fuerza secreta lo atrae: observa y reconoce lo que ya había visto. Desvariado, se lanza al espacio, donde quiere esconderse. ¡Pero no encuentra refugio! ¡No tiene reposo! Otros Espíritus le devuelven el mal que ha hecho, y castigado, escarnecido y confuso a su vez, él deambula y deambulará hasta que la divina luz ilumine su obstinación y lo esclarezca, para mostrarle al Dios vengador, al Dios triunfante de todo mal, al que no podrá aplacar sino mediante gemidos y expiaciones.
GEORGES
Nota – Nunca había sido trazado un cuadro más elocuente, más terrible y más verdadero del destino que le aguarda al malvado. Por lo tanto, ¿es necesario recurrir a la fantasmagoría de las llamas y de las torturas físicas?
Marte (Médium: Sra. de Costel)
Marte es un planeta inferior a la Tierra, de la cual es un grosero esbozo; no es necesario habitarlo. Marte es la primera encarnación de los demonios más groseros; los seres que lo habitan son rudimentarios; tienen la forma humana, pero sin ninguna belleza; tienen todos los instintos del hombre, sin la nobleza de la bondad.
Inmersos en las necesidades materiales, ellos beben, comen, luchan, se reproducen. Pero como Dios no abandona a ninguna de sus criaturas, en el fondo de las tinieblas de sus inteligencias yacen latentes los vagos conocimientos de sí mismos, más o menos desarrollados. Ese instinto es suficiente para volverlos superiores unos a los otros y preparar su eclosión para una vida más completa. La de ellos es corta y efímera. Los hombres, que son más que materiales, desaparecen después de una corta evolución. Dios tiene horror al mal y sólo lo tolera como sirviendo de principio al bien; abrevia su reino, sobre el cual triunfa la resurrección.
En este planeta el suelo es árido; hay poco verdor y el follaje, que la primavera no renueva, es sombrío; los días son iguales y grises; el Sol, apenas aparente, nunca proporciona sus fiestas; el tiempo transcurre de forma monótona, sin las alternativas y las esperanzas de nuevas estaciones: no hay invierno ni verano. El día, que es más corto, no se mide de la misma manera; la noche reina más extensamente. Sin industrias y sin inventos, los habitantes de Marte consumen su vida en la búsqueda de alimento. Sus moradas groseras, bajas como cuevas, son repulsivas por la incuria y el desorden que reinan en las mismas. Las mujeres sobrepujan a los hombres; más abandonadas y más famélicas, son sólo sus hembras. Con mucha dificultad tienen el sentimiento maternal; dan a luz con facilidad, sin ninguna angustia; alimentan y cuidan solamente a sus hijos hasta el completo desarrollo de sus fuerzas, expulsándolos después sin pesar y sin acordarse de ellos.
No son caníbales; sus continuas batallas no tienen otro objetivo que el de la posesión de un terreno más o menos abundante en caza. Ellos cazan en llanuras interminables. Inquietos y nómadas como los seres desprovistos de inteligencia, se desplazan sin cesar. La igualdad de la estación, que es la misma en todas partes, implica por consecuencia las mismas necesidades y las mismas ocupaciones; hay pocas diferencias entre los habitantes de un hemisferio al otro.
La muerte no tiene para ellos ni terror ni misterio; la ven solamente como la putrefacción del cuerpo, que queman inmediatamente. Cuando uno de esos hombres va a morir, luego es abandonado; poco antes, estando sólo y tendido, piensa por primera vez: tiene un vago instinto, como la golondrina que advierte su próxima emigración, y siente que todo no está terminado, que va a recomenzar algo desconocido. No es lo bastante inteligente como para suponer, temer o esperar, pero calcula rápidamente sus victorias o sus derrotas; piensa en el número de cazas que efectuó y se regocija o se aflige según los resultados obtenidos. Su mujer –no tiene sino una a la vez, aunque pueda cambiarla tanto como esto le convenga–, agachada a la entrada, arroja piedras al aire; cuando se forma un montón de piedras, ella considera que el tiempo se ha cumplido y se arriesga a mirar al interior; si sus previsiones han sido realizadas, si el hombre está muerto, ella entra sin un grito, sin una lágrima, lo despoja de las pieles de animales que lo cubren y va con frialdad a avisar a sus vecinos para que lleven a quemar el cuerpo, ni bien se enfría.
Los animales, que en todas partes sufren los reflejos humanos, son más salvajes y más crueles que en cualquier otro lugar. El perro y el lobo no son más que una misma especie, que está incesantemente en lucha con el hombre, librando contra él encarnizados combates. Además, menos numerosos y menos variados que en la Tierra, los animales son la representación de éstos.
Los elementos tienen la cólera ciega del caos: el mar furioso separa los continentes, sin navegación posible; el viento brama y curva los árboles hasta el suelo. Las aguas inundan las tierras ingratas, que no fecundan. Las capas geológicas no ofrecen las mismas condiciones que las de la Tierra; el fuego no las calienta; los volcanes son desconocidos. Las montañas, poco elevadas, no presentan ninguna belleza: cansan la mirada y desalientan su explotación. En fin, en todas partes hay monotonía y violencia; en todas partes la flor no posee color ni perfume; en todas partes las criaturas no tienen previsión y matan para vivir.
GEORGES
Observación – Para servir de transición entre el cuadro de Marte y el de Júpiter, sería necesario el de un mundo intermediario como la Tierra, por ejemplo, que conocemos suficientemente. Al observarla, es fácil reconocer que se aproxima más de Marte que de Júpiter, puesto que en el propio seno de su civilización se encuentran aún seres tan abyectos y tan desprovistos de sentimientos y de humanidad, que viven en el más absoluto embrutecimiento y que sólo piensan en sus necesidades materiales, sin haber dirigido nunca sus miradas al cielo, y que parecen venir directamente de Marte.
Júpiter (Médium: Sra. de Costel)
El planeta Júpiter, infinitamente mayor que la Tierra, no presenta el mismo aspecto. Está cubierto por una luz pura y brillante que ilumina sin ofuscar. Los árboles, las flores, los insectos y los animales –de los cuales los vuestros son el punto de partida– son allí mayores y perfeccionados; la Naturaleza es allá más grandiosa y más variada; la temperatura es igual y deliciosa; la armonía de las esferas encanta a los ojos y a los oídos. La forma de los seres que lo habitan es la misma que la vuestra, pero embellecida, perfeccionada y sobre todo purificada. No estamos sometidos a las condiciones materiales de vuestra naturaleza, ni tenemos las necesidades ni las enfermedades que son sus consecuencias. Somos almas revestidas de una envoltura diáfana que conserva los trazos de nuestras migraciones pasadas; aparecemos a nuestros amigos tal como nos han conocido, pero iluminados por una luz divina y transfigurados por nuestras impresiones interiores que son siempre elevadas.
Júpiter es dividido –como la Tierra– en un gran número de regiones de aspecto variado, pero no de clima. Las diferencias de condiciones son allí establecidas solamente por la superioridad intelecto-moral; no hay amos ni esclavos; los grados más elevados sólo son marcados por las comunicaciones más directas y más frecuentes con los Espíritus puros y por las funciones más importantes que nos son confiadas. Vuestras moradas no pueden daros ninguna idea de las nuestras, puesto que no tenemos las mismas necesidades. Cultivamos las artes que han llegado a un grado de perfeccionamiento desconocido entre vosotros. Gozamos de espectáculos sublimes; entre ellos, lo que más admiramos, a medida que comprendemos mejor, es el de la variedad inagotable de las creaciones, variedades armoniosas que tienen el mismo punto de partida y que se perfeccionan en el mismo sentido. Todos los sentimientos tiernos y elevados de la naturaleza humana, nosotros los encontramos engrandecidos y purificados, y el deseo incesante que tenemos de llegar a la clase de los Espíritus puros, no es un tormento, sino una noble ambición que nos impulsa a perfeccionarnos. Estudiamos incesantemente con amor para elevarnos hasta ellos, lo que también hacen los seres inferiores para llegar a igualarnos. Vuestros pequeños odios, vuestros mezquinos celos son desconocidos para nosotros; un lazo de amor y de fraternidad nos une; los más fuertes ayudan a los más débiles. En vuestro mundo tenéis necesidad de la sombra del mal para sentir el bien, de la noche para admirar la luz, de la enfermedad para apreciar la salud. Aquí, esos contrastes no son necesarios; la luz eterna, la bondad eterna y la calma eterna del alma nos colman de una alegría eterna. Es eso lo que el Espíritu humano tiene más dificultad de comprender; él ha sido ingenioso para pintar los tormentos del infierno, pero nunca ha podido representar las alegrías del cielo; ¿y por qué esto? Porque siendo inferior, y al no haber soportado más que penas y miserias, no ha vislumbrado las claridades celestiales; solamente puede hablaros de lo que conoce, como un viajero que describe los países que ha recorrido; pero a medida que se eleva y se purifica, el horizonte se ensancha y él comprende el bien que tiene por delante, como comprendió el mal que ha quedado hacia atrás.
Ya otros Espíritus han intentado haceros comprender, tanto como lo permite vuestra naturaleza, el estado de los mundos felices, a fin de estimularos a seguir el único camino que puede conducir a ellos; pero hay entre vosotros los que están de tal modo apegados a la materia, que aún prefieren los goces materiales de la Tierra a los gozos puros, reservados al hombre que sabe desprenderse de aquéllos. ¡Que gocen, pues, mientras están aquí, porque un triste revés los espera, quizá incluso en esta vida! Los que elegimos como nuestros intérpretes son los primeros a recibir la luz. ¡Infelices, sobre todo, aquellos que no aprovechan el favor que Dios les concede, porque su justicia pesará sobre ellos!
GEORGES
Los Espíritus puros (Médium: Sra. de Costel)
Los Espíritus puros son aquellos que, llegados al grado más alto de perfección, son considerados dignos de ser admitidos a los pies de Dios. El esplendor infinito que los rodea no los exime, de forma alguna, de ser útiles en las obras de la Creación: las funciones que deben cumplir corresponden a la extensión de sus facultades. Esos Espíritus son los ministros de Dios; bajo Sus órdenes, rigen los innumerables mundos; dirigen desde lo alto a los Espíritus y a los humanos; están ligados entre sí por un amor sin límites, y este fervor se extiende sobre todos los seres que buscan atraer para que se vuelvan dignos de la suprema felicidad. Dios irradia sobre ellos y les transmite sus órdenes; ellos Lo ven, sin ser ofuscados por Su luz.
Su forma es etérea y ellos no tienen nada de palpable; hablan a los Espíritus superiores y les comunican su ciencia; aquéllos se han vuelto infalibles. En sus filas son elegidos los ángeles guardianes, que con bondad posan sus miradas sobre los mortales y los recomiendan a los Espíritus superiores que los han amado. Aquéllos eligen a los agentes de su dirección entre los Espíritus del segundo orden. Los Espíritus puros son iguales, y no podría ser de otro modo, ya que solamente son llamados a esa clase después de haber alcanzado el grado más alto de perfección. Hay igualdad, pero no uniformidad, porque Dios no ha querido que ninguna de sus obras fuese idéntica. Los Espíritus puros conservan su personalidad, que sólo adquirió la más completa perfección en el sentido de su punto de partida.
No es permitido dar mayores detalles sobre ese mundo supremo.
GEORGES
Morada de los bienaventurados (Médium: Sra. de Costel)
Hablemos de los últimos espirales de gloria, habitados por los Espíritus puros: nadie los alcanza antes de haber pasado los ciclos de los Espíritus errantes. Júpiter es el grado más alto de la escala; cuando un Espíritu –desde hace un largo tiempo purificado en su permanencia en ese planeta– es considerado digno de la suprema felicidad, es avisado de esto a través de un aumento de fervor, un fuego sutil que anima todas las partes delicadas de su inteligencia y que parece irradiar, volviéndose visible. Resplandeciente y transfigurado, él irradia luz, que parecía tan radiante a los ojos de los habitantes de Júpiter; sus hermanos reconocen al elegido del Señor y, trémulos, se arrodillan ante su voluntad. Entretanto, el Espíritu elegido se eleva y, en su armonía suprema, los cielos le revelan indescriptibles bellezas.
A medida que sube, él comprende, no más como en la erraticidad, no más viendo el conjunto de las cosas creadas –como en Júpiter–, sino abarcando el infinito. Su inteligencia transfigurada se eleva hacia Dios como una flecha lanzada sin temblores y sin terror, como en un foco inmenso alimentado por miles de objetos. El amor, en esos Espíritus diversos, reviste el color de su experimentada personalidad; ellos se reconocen y se regocijan unos a otros. Sus virtudes, al ser reflejadas, repercuten –por así decirlo– los deleites de la visión de Dios y aumentan incesantemente con la felicidad de cada elegido. Como un mar de amor que cada afluente expande, esas fuerzas puras son activadas como las fuerzas de otras esferas. También investidos con el don de ubicuidad, ellos abarcan al mismo tiempo los detalles infinitos de la vida humana, desde su eclosión hasta sus últimas etapas. Irresistible como la luz, su vista penetra a la vez por todas partes y, activos como la fuerza que los mueve, hacen la voluntad del Señor. Del mismo modo que de un jarro lleno sale el agua bienhechora, su bondad universal vivifica los mundos y confunde el mal.
Esos intérpretes diversos tienen como ministros de su poder a los Espíritus ya depurados. Así, todo se eleva, todo se perfecciona, y la caridad irradia sobre los mundos que ella alimenta en su seno poderoso.
Los Espíritus puros tienen como atributo la posesión de todo lo que es bueno y verdadero, porque poseen a Dios, que es el propio principio. El pobre pensamiento humano limita todo lo que abarca y no admite el infinito que la felicidad no limita. Después de Dios, ¿qué puede haber? También Dios, siempre Dios. El viajero ve que los horizontes se suceden a los horizontes, y uno no es sino el comienzo del otro; así, el infinito se extiende incesantemente. La mayor alegría de los Espíritus puros es precisamente esa extensión tan profunda como la propia eternidad.
De la misma manera que no se puede describir una gracia, una llama o un rayo de luz, yo no puedo describir a los Espíritus puros. Más vivos, más bellos y más resplandecientes que las imágenes más etéreas, una palabra resume su ser, su poder y sus gozos: ¡Amor! Llenad con esta palabra el espacio que separa la Tierra del Cielo, y aún no tendréis sino la idea de una gota de agua en el mar. El amor terrestre, por más grosero que sea, puede solamente haceros conocer su divina realidad.
GEORGES
La reencarnación (Médium: Sr. de Grand-Boulogne)
Hay en la doctrina de la reencarnación una explicación moral que no escapa a tu inteligencia.
Siendo la corporeidad solamente compatible con los actos de virtud, y al ser necesarios estos actos para el mejoramiento del Espíritu, éste raramente debe encontrar en una única existencia las circunstancias necesarias a su mejoramiento por encima de la humanidad.
Considerándose que la justicia de Dios es incompatible con las penas eternas, debe la razón concluir por la necesidad de: 1º) un período de tiempo durante el cual el Espíritu examina su pasado y toma sus resoluciones para el futuro; 2º) una nueva existencia que esté en armonía con la situación actual de este Espíritu. No hablo de los suplicios –a veces terribles– a que son condenados ciertos Espíritus durante el período de erraticidad; por un lado, corresponden a la extensión de la falta y, por el otro, a la justicia de Dios. Esto ya dice lo suficiente como para prescindir de detalles que encontraréis, además, en el estudio de las evocaciones. Volvamos a las reencarnaciones y comprenderás su necesidad por una comparación común, pero llena de verdad.
Después de un año de estudio, ¿qué sucede con el joven colegial? Si aprendió, pasa al grado superior; si quedó estacionado en su ignorancia, repite el año. Id más lejos: si comete faltas graves, es expulsado; él puede vagar de colegio en colegio; puede ser expulsado de la Universidad o puede ir del centro de educación al centro de corrección. Tal es la fiel imagen del destino de los Espíritus, y nada satisface más plenamente a la razón. ¿Se quiere ahondar en la doctrina más profundamente? En estas ideas se verá cuánto la justicia de Dios es más perfecta y más acorde con las grandes verdades que dominan nuestra inteligencia.
En el conjunto, como en los detalles, hay en esto algo tan admirable que el Espíritu que comienza a profundizarse queda como iluminado. Todo se explica a la vez: los reproches y las murmuraciones contra la Providencia; las maldiciones contra el dolor; el escándalo de la complacencia en el vicio frente a la virtud que sufre; la muerte prematura de un niño; las primorosas cualidades que, en una misma familia, se dan la mano –por así decirlo– con una perversidad precoz; las enfermedades que vienen de la cuna; la infinita diversidad de destinos, tanto en los individuos como en los pueblos, problemas hasta hoy insolubles, enigmas que han hecho dudar de la bondad, y casi de la existencia de Dios. Un rayo puro de luz se extiende en el horizonte de la nueva filosofía y, en su ámbito inmenso, se agrupan armoniosamente todas las condiciones de la existencia humana. Las dificultades se allanan, los problemas se resuelven y los misterios hasta hoy impenetrables se resumen y se explican en esta única palabra:
reencarnación.
Querido cristiano, leo en tu pensamiento cuando dices: He aquí una verdadera herejía. Hijo mío, es nada más que la negación de las penas eternas. Ningún dogma
práctico es contrario a esa verdad. ¿Qué es la vida humana? El tiempo durante el cual el Espíritu está unido a un cuerpo. Los filósofos cristianos, en el día marcado por Dios, no tendrán ninguna dificultad en decir que la vida es múltiple. Esto no agrega ni cambia en nada vuestros deberes. La moral cristiana está de pie, y el recuerdo de la Misión de Jesús permanece siempre sobre la humanidad. La religión no tiene nada que temer de esta enseñanza, y no está lejos el día en que sus ministros abrirán los ojos a la luz; en fin, ellos reconocerán en la Nueva Revelación la ayuda que desde el fondo de sus basílicas imploran al Cielo. Ellos creen que la sociedad va a perecer: pero será salva.
ZENÓN
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El despertar del Espíritu (Médium: Sra. de Costel)
Cuando el hombre se despoja de sus restos mortales, siente un asombro y un deslumbramiento que lo dejan por algún tiempo indeciso acerca de su estado real; él no sabe si está vivo o muerto, y sus sensaciones –muy confusas– llevan bastante tiempo para aclararse. Poco a poco, los ojos del Espíritu se deslumbran con las diversas claridades que lo rodean; él acompaña todo un orden de cosas, grandes y desconocidas, que al principio tiene dificultad en comprender, pero que después reconoce que no es sino un ser impalpable e immaterial; busca sus despojos y se sorprende por no encontrarlos; transcurre algún tiempo antes de que la memoria del pasado le venga y lo convenza de su identidad. Al observar la Tierra que acaba de dejar, ve a sus parientes y amigos que lo lloran, y ve a su cuerpo inerte. En fin, sus ojos se libertan de la Tierra y se elevan al Cielo; si la voluntad de Dios no lo retiene en el suelo, sube lentamente y siente que flota en el espacio, lo que es una sensación deliciosa. Entonces, el recuerdo de la vida que deja le aparece muy frecuentemente con una claridad desoladora, mas otras veces consoladora. Te hablo aquí de lo que he sentido, yo que no soy un Espíritu malo, pero que no tengo la felicidad de ocupar una clase elevada. Nosotros nos despojamos de todos los prejuicios terrenos; la verdad aparece en toda su luz: nada atenúa las faltas y nada oculta las virtudes; vemos nuestra propia alma tan claramente como en un espejo. Buscamos entre los Espíritus a aquellos que fueron conocidos, porque el Espíritu tiene miedo de aislarse, pero ellos pasan sin detenerse. No hay comunicaciones amistosas entre los Espíritus errantes; aquellos mismos que se han amado no intercambian señales de reconocimiento; esas formas diáfanas deslizan y no permanecen fijas; las comunicaciones afectuosas están reservadas a los Espíritus superiores, que intercambian sus pensamientos. En cuanto a nosotros, el estado transitorio sólo nos sirve para nuestro adelanto, ya que nada debe distraernos; las únicas comunicaciones que nos son permitidas son con los humanos, porque las mismas tienen como objeto una mutua utilidad, que Dios prescribe.
Los Espíritus malos también contribuyen para el mejoramiento humano: ellos sirven como pruebas; el que resiste a ellos, adquiere méritos. Los Espíritus que dirigen a los hombres son recompensados con un gran ablandamiento de sus penas. Los Espíritus errantes no sufren por causa de la ausencia de comunicaciones entre sí, porque saben que han de reencontrarse; por eso tienen más fervor para que llegue el momento en que, después de cumplidas las pruebas, puedan recibir a sus seres queridos –lo que es indescriptible–, deseo que yace latente en ellos. Ninguno de los lazos que establecemos en la Tierra se destruye; nuestras simpatías serán restablecidas en el orden en que hayan existido, más o menos vivas según el grado de afecto o de intimidad que hayan tenido.
GEORGES
Progreso de los Espíritus (Médium: Sra. de Costel)
Los Espíritus pueden progresar intelectualmente, si lo quieren con sinceridad y con firmeza; ellos tienen –como los hombres– su libre albedrío, y el estado errante no impide el ejercicio de sus facultades; incluso los ayuda, dándoles los medios de observación de los que pueden sacar provecho.
Los Espíritus malos no están fatalmente condenados a permanecer como tales; pueden mejorarse, pero raramente lo quieren, porque les falta el discernimiento y encuentran una especie de placer enfermizo en el mal que practican. Para que ellos vuelvan al bien, es preciso que sean violentamente sacudidos y punidos, porque sus cerebros tenebrosos sólo se esclarecen a través del castigo.
Los Espíritus débiles que no hacen el mal por placer, pero que no progresan, son retenidos por su propia debilidad y por una especie de entorpecimiento que paraliza sus facultades; ellos van sin saber adónde; pasa el tiempo sin que tengan noción del mismo; se interesan poco por lo que ven y no sacan provecho de eso o se rebelan. Es necesario que hayan llegado a un cierto grado de adelanto moral para que puedan progresar en el estado de erraticidad; también esos pobres Espíritus eligen frecuentemente muy mal sus pruebas; sobre todo, buscan estar lo mejor posible en su vida carnal, sin preocuparse mucho con lo que serán después. Estos Espíritus débiles desean ardientemente la reencarnación, no para depurarse, sino para continuar en los goces materiales. Los seres que han hecho muchas emigraciones son más experimentados que los otros; cada una de sus existencias les ha dado una suma más considerable de conocimientos: los han visto y los han guardado; ellos son menos ingenuos que los que se encuentran más cerca de su punto de partida.
Los Espíritus provenientes de la Tierra se reencarnan con más frecuencia en la misma que en otros lugares, porque la experiencia adquirida allí es más aplicable. Ellos casi no visitan los otros mundos, sino antes o después de su perfeccionamiento. En cada planeta las condiciones de existencia son diferentes, porque Dios es inagotable en la variedad de sus obras; entretanto, los seres que los habitan obedecen a las mismas leyes de expiación, y tienden todos hacia el mismo objetivo de completa perfección.
GEORGES
La caridad material y la caridad moral (Médium: Sra. de B...)
«Amémonos los unos a los otros y hagamos a los demás lo que quisiéramos que ellos nos hiciesen». Toda la religión y toda la moral se hallan contenidas en esos dos preceptos. Si en la Tierra fuesen observados, todos seríais perfectos: ya no habría odios ni discordias. Diré más aún: ya no habría pobreza, porque de lo superfluo de la mesa de cada rico se alimentarían muchos pobres, y ya no veríais, en los sombríos barrios donde he vivido durante mi última encarnación, esas pobres mujeres que arrastran consigo a niños miserables a los que les falta todo.
¡Ricos!, pensad un poco en esto. Ayudad a los desdichados lo mejor que podáis. Dad, porque un día Dios os retribuirá el bien que hayáis hecho, para que un día encontréis, al salir de vuestra envoltura terrestre, un cortejo de Espíritus agradecidos, que os recibirán en la entrada de un mundo más feliz.
¡Si supierais el júbilo que sentí al reencontrar allá en lo Alto a los que pude servir durante mi última existencia! Dad, por lo tanto, y amad a vuestro prójimo; amadlo como a vosotros mismos, porque ahora también sabéis que Dios permitió que comenzaseis a instruiros en la ciencia espírita; sabéis que ese desdichado al que rechazáis, sea tal vez un hermano, un padre, un hijo, un amigo al que expulsáis lejos de vosotros. Y entonces, ¡cuánta desesperación tendréis un día al reconocerlo en el mundo espiritual!
Deseo que comprendáis bien en qué consiste
la caridad moral, esa que todos pueden practicar, esa que
no cuesta nada desde el punto de vista material y que, sin embargo, es la más difícil de poner en práctica.
La caridad moral consiste en tolerarse unos a otros, y es lo que menos hacéis en ese mundo inferior donde por el momento estáis encarnados. Sed pues caritativos, porque avanzaréis más en el buen camino; sed humanos y toleraos los unos a los otros. Existe un gran mérito en saber callar para dejar que hable otro más ignorante: esto es también un tipo de caridad; en saber hacer oídos sordos cuando una palabra burlona se escapa de una boca habituada a escarnecer; en no ver la sonrisa desdeñosa con que os reciben esas personas que, muchas veces equivocadamente, se creen superiores a vosotros, mientras que en la vida espiritual –que es
la única verdadera– están a veces muy por debajo. He aquí un mérito, no de humildad, sino de caridad, porque es caridad moral no resaltar los errores ajenos. Al pasar junto a un pobre enfermo, tiene mucho más mérito mirarlo con compasión que arrojarle un óbolo con desprecio.
Entretanto, no es necesario tomar esa figura al pie de la letra, porque esa caridad no debe ser un impedimento para la otra; pero pensad, sobre todo, en no menospreciar a vuestro prójimo. Acordaos de lo que ya os he dicho: cuando rechazáis a un pobre, tal vez estáis rechazando a un Espíritu al que habéis amado y que momentáneamente se encuentra en una posición inferior a la vuestra. Yo he vuelto a ver aquí a uno de los que fue pobre en la Tierra, a quien felizmente ayudé algunas veces, y al cual preciso
ahora implorar a mi turno.
Sed caritativos, por lo tanto, y no desdeñéis; sabed dejar pasar una palabra que os hiere y no creáis que ser caritativo es solamente dar lo material, sino también practicar la caridad moral. Os lo repito: haced una y otra. Recordad que Jesús dijo que todos somos hermanos, y pensad siempre en esto antes de rechazar al leproso o al mendigo. Vendré aún para daros una comunicación más extensa, porque ahora soy llamada. Adiós; pensad en los que sufren, y orad.
HERMANA ROSALÍA
La electricidad del pensamiento (Médium: Sra. de Costel)
Os hablaré del extraño fenómeno que sucede en las asambleas, sea cual fuere su carácter: me refiero a la electricidad del pensamiento, que se expande, como por encanto, en los cerebros menos preparados para recibirla. Este hecho, por sí solo, podría confirmar el magnetismo a los ojos de los más incrédulos. Sobre todo, es admirable la coexistencia de los fenómenos y el modo por el cual se confirman recíprocamente. Sin duda diréis: el Espiritismo los explica a todos, porque da la razón de los hechos hasta entonces relegados al dominio de la superstición. Es preciso creer en lo que Él os enseña, porque transforma la piedra en diamante, es decir, eleva incesantemente las almas que se dedican a comprenderlo y les da, en esta Tierra, la paciencia para soportar los males, proporcionándoles en el Cielo la elevación gloriosa que aproxima al Creador.
Vuelvo al punto de partida, del cual me aparté un poco: la electricidad que une a los Espíritus de los hombres en una reunión y que hace conque todos comprendan la misma idea al mismo tiempo. Esta electricidad será un día empleada tan eficazmente entre los hombres, como ya lo es para las comunicaciones a distancia. Os señalo esta idea: un día la desarrollaré, porque es muy fecunda. Conservad la calma en vuestros trabajos y contad con la benevolencia de los Espíritus buenos para asistiros.
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Voy a completar mi pensamiento que quedó inconcluso en la última comunicación. Os hablaba de la electricidad del pensamiento y os decía que ella sería un día empleada como lo es su hermana, la electricidad física. En efecto, al estar reunidos, los hombres liberan un fluido que les transmite las más mínimas impresiones con la rapidez del relámpago. ¿Por qué nunca se pensó en emplear ese medio, por ejemplo, para descubrir a un criminal o para hacer comprender a las masas las verdades de la religión o del Espiritismo? En los grandes procesos criminales o políticos, todos los asistentes de los dramas judiciales han podido constatar la corriente magnética que poco a poco forzaba a las personas más interesadas en ocultar su pensamiento, a descubrirlo, incluso a confesar, por no poder más soportar la presión eléctrica que, a pesar suyo, hacía brotar la verdad, no de su conciencia, sino de su corazón. Dejando a un lado esas grandes emociones, el mismo fenómeno se reproduce en las ideas intelectuales que se transmiten de cerebro a cerebro. Por lo tanto, el medio ya ha sido encontrado; trátese de aplicarlo: que se reúna en un mismo centro a hombres convencidos o instruidos, y que se les presente en oposición la ignorancia o el vicio. Estas experiencias deben ser hechas conscientemente, y son más importantes que los vanos debates sobre las palabras.
DELPHINE DE GIRARDIN
La hipocresía (Médium: Sr. Didier Hijo)
Debería haber en la Tierra dos campos bien diferentes: el de los hombres que hacen el bien abiertamente y el de los que hacen el mal abiertamente. ¡Pero no! El hombre ni siquiera es franco en el mal, pues finge ser virtuoso. ¡Hipocresía! ¡Hipocresía! Poderosa diosa: ¡cuántos tiranos tú has creado! ¡Cuántos ídolos has hecho adorar! El corazón del hombre es realmente muy extraño, ya que puede palpitar cuando está muerto, ¡puesto que puede amar en apariencia el honor, la virtud, la verdad, la caridad! Diariamente el hombre se postra ante estas virtudes y diariamente falta a su palabra, despreciando a los pobres y al Cristo. Todos los días miente, ¡todos los días es un tartufo! ¡Cuántos hombres parecen honestos porque la apariencia muchas veces engaña! El Cristo los llamaba sepulcros blanqueados, es decir, la podredumbre por dentro y el mármol por fuera brillando al sol. ¡Hombre! En verdad tú pareces esa morada de muerte, y mientras tu corazón esté muerto, no serás inspirado por Jesús, esa luz divina que no ilumina exteriormente, sino interiormente.
La hipocresía –entended bien– es el vicio de vuestra época; ¡y queréis haceros grandes por la hipocresía! En nombre de la libertad, os engrandecéis; en nombre de la moral, os embrutecéis; en nombre de la verdad, mentís.