Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1860

Allan Kardec

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Marte
(Médium: Sra. de Costel)

Marte es un planeta inferior a la Tierra, de la cual es un grosero esbozo; no es necesario habitarlo. Marte es la primera encarnación de los demonios más groseros; los seres que lo habitan son rudimentarios; tienen la forma humana, pero sin ninguna belleza; tienen todos los instintos del hombre, sin la nobleza de la bondad.

Inmersos en las necesidades materiales, ellos beben, comen, luchan, se reproducen. Pero como Dios no abandona a ninguna de sus criaturas, en el fondo de las tinieblas de sus inteligencias yacen latentes los vagos conocimientos de sí mismos, más o menos desarrollados. Ese instinto es suficiente para volverlos superiores unos a los otros y preparar su eclosión para una vida más completa. La de ellos es corta y efímera. Los hombres, que son más que materiales, desaparecen después de una corta evolución. Dios tiene horror al mal y sólo lo tolera como sirviendo de principio al bien; abrevia su reino, sobre el cual triunfa la resurrección.

En este planeta el suelo es árido; hay poco verdor y el follaje, que la primavera no renueva, es sombrío; los días son iguales y grises; el Sol, apenas aparente, nunca proporciona sus fiestas; el tiempo transcurre de forma monótona, sin las alternativas y las esperanzas de nuevas estaciones: no hay invierno ni verano. El día, que es más corto, no se mide de la misma manera; la noche reina más extensamente. Sin industrias y sin inventos, los habitantes de Marte consumen su vida en la búsqueda de alimento. Sus moradas groseras, bajas como cuevas, son repulsivas por la incuria y el desorden que reinan en las mismas. Las mujeres sobrepujan a los hombres; más abandonadas y más famélicas, son sólo sus hembras. Con mucha dificultad tienen el sentimiento maternal; dan a luz con facilidad, sin ninguna angustia; alimentan y cuidan solamente a sus hijos hasta el completo desarrollo de sus fuerzas, expulsándolos después sin pesar y sin acordarse de ellos.

No son caníbales; sus continuas batallas no tienen otro objetivo que el de la posesión de un terreno más o menos abundante en caza. Ellos cazan en llanuras interminables. Inquietos y nómadas como los seres desprovistos de inteligencia, se desplazan sin cesar. La igualdad de la estación, que es la misma en todas partes, implica por consecuencia las mismas necesidades y las mismas ocupaciones; hay pocas diferencias entre los habitantes de un hemisferio al otro.

La muerte no tiene para ellos ni terror ni misterio; la ven solamente como la putrefacción del cuerpo, que queman inmediatamente. Cuando uno de esos hombres va a morir, luego es abandonado; poco antes, estando sólo y tendido, piensa por primera vez: tiene un vago instinto, como la golondrina que advierte su próxima emigración, y siente que todo no está terminado, que va a recomenzar algo desconocido. No es lo bastante inteligente como para suponer, temer o esperar, pero calcula rápidamente sus victorias o sus derrotas; piensa en el número de cazas que efectuó y se regocija o se aflige según los resultados obtenidos. Su mujer –no tiene sino una a la vez, aunque pueda cambiarla tanto como esto le convenga–, agachada a la entrada, arroja piedras al aire; cuando se forma un montón de piedras, ella considera que el tiempo se ha cumplido y se arriesga a mirar al interior; si sus previsiones han sido realizadas, si el hombre está muerto, ella entra sin un grito, sin una lágrima, lo despoja de las pieles de animales que lo cubren y va con frialdad a avisar a sus vecinos para que lleven a quemar el cuerpo, ni bien se enfría.

Los animales, que en todas partes sufren los reflejos humanos, son más salvajes y más crueles que en cualquier otro lugar. El perro y el lobo no son más que una misma especie, que está incesantemente en lucha con el hombre, librando contra él encarnizados combates. Además, menos numerosos y menos variados que en la Tierra, los animales son la representación de éstos.

Los elementos tienen la cólera ciega del caos: el mar furioso separa los continentes, sin navegación posible; el viento brama y curva los árboles hasta el suelo. Las aguas inundan las tierras ingratas, que no fecundan. Las capas geológicas no ofrecen las mismas condiciones que las de la Tierra; el fuego no las calienta; los volcanes son desconocidos. Las montañas, poco elevadas, no presentan ninguna belleza: cansan la mirada y desalientan su explotación. En fin, en todas partes hay monotonía y violencia; en todas partes la flor no posee color ni perfume; en todas partes las criaturas no tienen previsión y matan para vivir.

GEORGES

Observación – Para servir de transición entre el cuadro de Marte y el de Júpiter, sería necesario el de un mundo intermediario como la Tierra, por ejemplo, que conocemos suficientemente. Al observarla, es fácil reconocer que se aproxima más de Marte que de Júpiter, puesto que en el propio seno de su civilización se encuentran aún seres tan abyectos y tan desprovistos de sentimientos y de humanidad, que viven en el más absoluto embrutecimiento y que sólo piensan en sus necesidades materiales, sin haber dirigido nunca sus miradas al cielo, y que parecen venir directamente de Marte.