Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1860

Allan Kardec

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La Frenología y la Fisiognomonía

La Frenología es la Ciencia que trata de las funciones atribuidas a cada parte del cerebro. El Dr. Gall, fundador de esta Ciencia, pensaba que, puesto que el cerebro es el punto hacia donde son conducidas todas las sensaciones y de donde parten todas las manifestaciones de las facultades intelectuales y morales, cada una de las facultades primitivas debería tener allí su órgano especial. Por lo tanto, su sistema consiste en la localización de las facultades. Él sacó la siguiente conclusión: si el desarrollo de la caja ósea es determinado por el desarrollo de cada parte cerebral, produciendo protuberancias, del examen de estas protuberancias se podría deducir el predominio de tal o cual facultad, y de ahí el carácter o las aptitudes del individuo; es por eso que también es dado a esta Ciencia el nombre de craneoscopia, con la diferencia de que la Frenología tiene como objeto todo lo que concierne a las atribuciones del cerebro, mientras que la craneoscopia se limita a las ilaciones extraídas de la inspección del cranio. En una palabra, Gall hizo con relación al cráneo y al cerebro, lo que Lavater hizo con los rasgos fisonómicos.

Nosotros no vamos a discutir aquí el mérito de esta Ciencia, ni examinar si es verdadera o exagerada en todas sus consecuencias; pero la misma ha sido alternativamente defendida y criticada por hombres de un alto valor científico; si ciertos detalles son todavía hipotéticos, no por eso ella deja de asentarse en un principio indiscutible: el de las funciones generales del cerebro y en las relaciones que existen entre el desarrollo o la atrofia de ese órgano y las manifestaciones intelectuales. Lo que es de nuestra incumbencia es el estudio de sus consecuencias psicológicas.

De las relaciones que existen entre el desarrollo del cerebro y la manifestación de ciertas facultades, algunos científicos han sacado la conclusión de que los órganos cerebrales son la propia fuente de las facultades, doctrina que no es otra sino la del materialismo, porque tiende a la negación del principio inteligente ajeno a la materia; por consecuencia, hace del hombre una máquina, sin libre albedrío y sin la responsabilidad de sus actos, ya que siempre podría echar la culpa de sus errores a su organismo, y sería una injusticia punirlo por faltas que no habrían dependido de él cometerlas. Uno se queda alarmado con las consecuencias de semejante teoría, y con razón. ¿Se debería por eso proscribir la Frenología? No, pero hay que examinar lo que en ella podría haber de verdadero o de falso en la manera de encarar las cosas; ahora bien, este examen prueba que las atribuciones del cerebro, en general, e incluso la localización de las facultades, pueden perfectamente conciliarse con el Espiritualismo más severo, que allí encontraría la explicación de ciertos hechos. A título de hipótesis, admitamos por un instante la existencia de un órgano especial para el instinto musical; supongamos, por otro lado, como nos enseña la Doctrina Espírita, que un Espíritu, cuya existencia es bien anterior a su cuerpo, reencarne con la facultad musical muy desarrollada; esta facultad se ejercerá naturalmente sobre el órgano correspondiente y estimulará su desarrollo, como el ejercicio de un miembro aumenta el volumen de los músculos. En la niñez, como el sistema óseo ofrece poca resistencia, el cráneo sufriría la influencia del movimiento expansivo de la masa cerebral; de este modo, el desarrollo del cráneo es producido por el desarrollo del cerebro, así como el desarrollo del cerebro es producido por el de la facultad. La facultad es la causa primera; el estado del cerebro es un efecto consecutivo; sin la facultad, el órgano no existiría o no sería más que rudimentario. Considerada bajo este aspecto, la Frenología no tiene –como se ve– nada de contrario a la moral, porque deja al hombre toda su responsabilidad, y agregamos que esa teoría está, a la vez, de conformidad con la lógica y con la observación de los hechos.

Se objetan casos bien conocidos donde la influencia del organismo sobre la manifestación de las facultades es indiscutible, como los de la locura y de la idiotez; pero es fácil resolver esta cuestión. Todos los días se ven a hombres muy inteligentes que se vuelven locos; ¿qué es lo que esto prueba? Un hombre muy fuerte puede quebrarse la pierna, y entonces no podrá caminar más; ahora bien, la voluntad de caminar no está en su pierna, sino en su cerebro; esta voluntad solamente está paralizada por la imposibilidad de mover la pierna. En el loco, el órgano que servía a las manifestaciones del pensamiento, al estar desequilibrado por una causa física cualquiera, el pensamiento no puede más manifestarse de una manera regular; vaga a diestro y siniestro, haciendo lo que llamamos de extravagancias; pero no por esto deja de existir en su integridad, y la prueba de eso está en que si el órgano fuere restablecido, dicho pensamiento vuelve, así como el movimiento de la pierna que se ha recuperado. Por lo tanto, el pensamiento no está en el cerebro, como tampoco se encuentra en la caja ósea del cráneo; el cerebro es el instrumento del pensamiento, así como el ojo es el instrumento de la visión, y el cráneo es la superficie sólida que se moldea a los movimientos del instrumento; si el instrumento está deteriorado, la manifestación no ocurre más, exactamente como no se puede ver más al haber perdido los ojos.

Pero a veces sucede que la suspensión de la libre manifestación del pensamiento no se debe a una causa accidental, como en la locura; la constitución primitiva de los órganos puede ofrecer al Espíritu, desde el nacimiento, un obstáculo del cual toda su actividad no puede triunfar: es lo que tiene lugar cuando los órganos están atrofiados o cuando presentan una resistencia insuperable, como en el caso de la idiotez. El Espíritu está como aprisionado, y sufre esta coerción, pero no por eso deja de pensar como Espíritu, tanto como el prisionero entre rejas. El estudio de las manifestaciones del Espíritu de personas encarnadas, através de la evocación, derrama muchas luces sobre los fenómenos psicológicos; aislando el Espíritu de la materia, se prueba por los hechos que los órganos no son la causa de las facultades, sino simples instrumentos, con la ayuda de los cuales las facultades se manifiestan con más o menos libertad o precisión; que a menudo ellos son como apagadores, que amortiguan las manifestaciones, lo que explica la mayor libertad del Espíritu cuando está desprendido de la materia.

En el concepto materialista, ¿qué es un deficiente mental? Nada; es apenas un ser humano. Según la Doctrina Espírita es un ser dotado de razón como todo el mundo, pero enfermo de nacimiento por el cerebro, como otros lo son por los miembros. Esta Doctrina, al rehabilitarlo, ¿no es más moral y más humana que aquella que hace de él a un ser rechazado? ¿No es más consolador para un padre, que tiene la desdicha de tener un hijo así, pensar que esa envoltura imperfecta encierra un alma pensante?

A los que, sin ser materialistas, no admiten la pluralidad de las existencias, preguntaremos: ¿qué es el alma de un deficiente mental? Si el alma es formada al mismo tiempo que el cuerpo, ¿por qué Dios crea a seres así desdichados? ¿Cuál será su futuro? Admitid, al contrario, una sucesión de existencias, y todo se explica conforme la justicia: la deficiencia mental puede ser una punición o una prueba, y en todo caso no es más que un incidente en la vida del Espíritu. ¿Esto no es mayor, más digno de la justicia de Dios, que suponer que Dios haya creado a un ser cuyo desarrollo impida eternamente?

Ahora echemos un vistazo sobre la Fisiognomonía. Esta Ciencia se basa en el principio indiscutible de que es el pensamiento que pone en ejecución a los órganos, que imprime a los músculos ciertos movimientos; de esto resulta que, al estudiarse las relaciones entre los movimientos aparentes y el pensamiento, de esos movimientos vistos es que se puede deducir el pensamiento que no se ve; es así que uno no se equivocará en cuanto a la intención de aquel que hace un gesto amenazador o amigable, o que reconocerá por su modo de caminar al hombre que está con prisa de aquel que no está. De todos los músculos, los que se mueven más son los del rostro; frecuentemente se reflejan allí hasta los más delicados matices del pensamiento; es por eso que se dice, con razón, que los ojos son el espejo del alma. Por la frecuencia de ciertas sensaciones, los músculos adquieren el hábito de sus correspondientes movimientos y acaban formando las arrugas; la forma exterior se modifica así por las impresiones del alma, de donde resulta que, de esta forma, algunas veces se pueden deducir esas impresiones, como de un gesto se puede deducir el pensamiento. Tal es el principio general del arte o –si se quiere– de la Ciencia fisiognomónica; este principio es verdadero; no sólo se apoya en una base racional, sino que es confirmado por la observación, y Lavater tiene la gloria, si no de haberlo descubierto, al menos de haberlo desarrollado y formulado en cuerpo de doctrina. Infelizmente, Lavater incurrió en un error que es común en la mayoría de los autores de sistemas: el de deducir una aplicación universal de un principio que es verdadero en ciertos aspectos, y en su entusiasmo por haber descubierto una verdad, ellos la ven en todas partes; he aquí la exageración y a menudo el ridículo. Nosotros no vamos a examinar aquí el sistema de Lavater en sus detalles; solamente diremos que tanto él es consecuente al remontar de lo físico a lo moral por ciertas señales exteriores, como es ilógico al atribuir cualquier sentido a las formas o señales sobre las cuales el pensamiento no puede ejercer ninguna acción. Es la falsa aplicación de un principio verdadero que suele ser relegado al nivel de las creencias supersticiosas, y que hace confundir en la misma reprobación a los que observan correctamente y a los que exageran.

Sin embargo, para ser justo, digamos que frecuentemente la falta es menos del maestro que de los discípulos, los cuales, en su admiración fanática e irreflexiva, llevan a veces las consecuencias de un principio más allá de los límites de lo posible.

Ahora, si examinamos esta Ciencia en sus relaciones con el Espiritismo, tendremos que combatir varias inducciones erróneas que se podrían extraer de la misma. Entre los datos fisiognomónicos, existe sobre todo uno que suele provocar la imaginación: el de la semejanza de algunas personas con ciertos animales. Tratemos entonces de buscar la causa.

El parecido físico entre los parientes resulta de la consanguinidad que transmite, de uno al otro, partículas orgánicas semejantes, porque el cuerpo procede del cuerpo; pero no podría venir al pensamiento de nadie suponer que aquel que se asemeja a un gato, por ejemplo, tenga sangre de gato en sus venas; por lo tanto, hay otra causa. En principio, ésta puede ser fortuita y sin ningún significado: es el caso más común. Sin embargo, además de la semejanza física, se nota a veces una cierta analogía de inclinaciones; esto podría explicarse por la misma causa que modifica los rasgos fisonómicos. Si un Espíritu aún atrasado conserva algunos de los instintos animales, su carácter –como hombre– tendrá esos rasgos, y las pasiones que lo agitan podrán dar a dichos rasgos algo que recuerde vagamente los del animal, cuyos instintos posee; pero estos rasgos se apagan a medida que el Espíritu se purifica y que el hombre avanza en la senda de la perfección.

Por lo tanto, aquí sería el Espíritu que imprimiría su marca en la fisonomía; pero de la similitud de instintos sería absurdo deducirse que el hombre, que tiene los del gato, pueda ser la encarnación del Espíritu de un gato. El Espiritismo, lejos de enseñar semejante teoría, siempre ha demostrado el ridículo y la imposibilidad de la misma. Es verdad que se nota una gradación continua en la serie animal; pero entre el animal y el hombre hay una interrupción; ahora bien, aun admitindo que el Espíritu haya pasado por todos los grados de la escala animal antes de llegar al hombre, lo que es sólo un sistema, habría siempre una interrupción de uno al otro, que no existiría si el Espíritu del animal pudiera encarnarse directamente en el cuerpo del hombre. Si fuese así, entre los Espíritus errantes habría Espíritus de animales, como hay Espíritus humanos, lo que no tiene lugar.

Sin entrar en el examen profundo de esta cuestión, que discutiremos más tarde, decimos conforme los Espíritus –que en esto están de acuerdo con la observación de los hechos–, que ningún hombre es la encarnación del Espíritu de un animal. Los instintos animales del hombre se deben a la imperfección de su propio Espíritu que aún no está depurado, y que bajo la influencia de la materia da preponderancia a las necesidades físicas por sobre las necesidades morales y por sobre el sentido moral, que todavía no está lo suficientemente desarrollado. Al ser las necesidades físicas las mismas en el hombre y en el animal, de esto resulta necesariamente que, hasta que el sentido moral haya establecido un contrapeso, puede haber entre ellos una cierta analogía de instintos; pero ahí se detiene la paridad; el sentido moral que no existe en uno, y que en el otro está en germen y crece sin cesar, establece entre ellos la verdadera línea de demarcación.

Otra inducción no menos errónea es extraída del principio de la pluralidad de las existencias. De su semejanza con ciertos personajes, hay los que deducen que pueden haber sido esos personajes; ahora bien, por lo expuesto, es fácil demostrar que esa deducción no es más que una idea quimérica. Como lo hemos dicho anteriormente, las relaciones consanguíneas pueden producir una similitud de formas, pero éste no es el caso, pues Esopo pudo haber sido más tarde un hombre muy bonito, y Sócrates un joven lindo y fuerte. Así, cuando no hay filiación corporal, sólo podrá haber una semejanza fortuita, porque el Espíritu no tiene ninguna necesidad de habitar en cuerpos parecidos y, al tomar un nuevo cuerpo, no trae ninguna parte del antiguo. Entretanto, conforme hemos dicho más arriba acerca del carácter que las pasiones pueden imprimir en los rasgos, se podría pensar que, si un Espíritu no ha progresado sensiblemente y si regresa con las mismas inclinaciones, podrá tener en su rostro una identidad de expresión; esto es exacto, pero a lo sumo sería un aire de familia, y de ahí a una real semejanza hay mucha distancia. Además, este caso debe ser excepcional, porque es raro que el Espíritu no regrese en otra existencia con las disposiciones sensiblemente modificadas. De esta manera, de las expresiones fisiognomónicas no se puede extraer absolutamente ningún indicio de las existencias precedentes; sólo pueden ser encontradas en el carácter moral, en las ideas instintivas e intuitivas, en las tendencias innatas, en las que no resultan de la educación, así como en la naturaleza de las expiaciones enfrentadas. Y aun esto podría indicar solamente el género de existencia y el carácter que se debería tener, teniendo en cuenta el progreso y no la individualidad. (Véase El Libro de los Espíritus, cuestiones números 216 y 217.)