Historia de lo Maravilloso y de lo Sobrenatural
Por Louis Figuier
(Primer artículo)
Sucede un poco con la palabra maravilloso lo que ocurre con la palabra alma; tiene un sentido elástico que puede dar lugar a diversas interpretaciones, y es por eso que hemos creído útil establecer algunos principios generales en el artículo anterior, antes de abordar el examen de la historia dada por el Sr. Figuier. Cuando esta obra apareció, los adversarios del Espiritismo aplaudieron, diciendo que indudablemente íbamos a enfrentar una fuerte resistencia; en su caritativo pensamiento ya nos veían definitivamente muertos: eran los tristes efectos de la ceguera apasionada e irreflexiva, porque si ellos se tomasen el trabajo de observar lo que quieren demoler, verían que el Espiritismo será un día –y bien antes de lo que creen– la salvaguardia de la sociedad, y quizá ellos mismos le deban su salvación, no decimos en el otro mundo –con el cual se preocupan poco–, ¡sino en éste mismo! De modo alguno decimos estas palabras a la ligera; aún no ha llegado el tiempo de desarrollarlas; pero muchos ya nos comprenden.
Volvamos al Sr. Figuier; nosotros mismos habíamos pensado encontrar en él a un adversario verdaderamente serio, aportando finalmente argumentos perentorios que valieran ser refutados con seriedad. Su obra comprende cuatro volúmenes: los dos primeros contienen la exposición de principios en un prefacio y en una introducción; después, un relato de hechos perfectamente conocidos, que a pesar de esto serán leídos con interés, debido a las eruditas investigaciones que los mismos han dado lugar por parte del autor; creemos que es el relato más completo que se ha publicado al respecto. Así, el primer volumen es casi enteramente consagrado a la historia de Urbain Grandier y las religiosas de Loudun; después vienen los Convulsionarios de Saint-Médard, la historia de los profetas protestantes, la vara adivinatoria y el magnetismo animal. El cuarto volumen, que acaba de aparecer, trata especialmente de las mesas giratorias y de los Espíritus golpeadores. Más tarde volveremos a este último volumen, limitándonos por ahora a un análisis sumario del conjunto.
La parte crítica de las historias que contienen los dos primeros volúmenes consiste en probar, por testimonios auténticos, que la intriga, las pasiones humanas y el charlatanismo han desempeñado allí un gran papel; que ciertos hechos tienen un sello evidente de prestidigitación; esto nadie lo discute. Nadie ha garantizado jamás la integridad de todos esos hechos; los espíritas, más que ningún otro, deben incluso agradecer al Sr. Figuier por haber reunido las pruebas que evitarán numerosas compilaciones; ellos tienen interés en que el fraude sea desenmascarado, y todos aquellos que lo descubran en los hechos falsamente calificados de fenómenos espíritas les prestarán un servicio. Ahora bien, para prestar semejantes servicios, no hay nada mejor que los enemigos; se ve, pues, que los propios enemigos son buenos para algo; pero en ellos, sin embargo, el deseo de la crítica los arrastra algunas veces demasiado lejos, y en su ardor de descubrir el mal, ellos lo ven frecuentemente donde no está, por no haber examinado la cuestión con bastante atención o imparcialidad, lo que aún es más raro. El verdadero crítico debe evitar ideas preconcebidas y debe despojarse de todo prejuicio, pues de lo contrario juzgará desde su punto de vista, que quizá no siempre sea justo. Pongamos un ejemplo: imaginemos que la historia política de los acontecimientos contemporáneos haya sido escrita con la mayor imparcialidad, es decir, con toda la verdad, y supongamos que esta historia haya sido comentada por dos críticos de opiniones contrarias. Considerándose que todos los hechos son exactos, esto afrontará forzosamente la opinión de uno de los dos; de ahí, habrá dos juicios contradictorios: uno que pondrá la obra en las nubes, y el otro que deseará echarla al fuego. Sin embargo, la obra sólo ha de contener la verdad. Si esto sucede con hechos patentes como los de la Historia, con más fuerte razón cuando se trata del análisis de las doctrinas filosóficas. Ahora bien, el Espiritismo es una doctrina filosófica, y aquellos que sólo lo ven en el hecho de las mesas giratorias, o que lo juzgan por los cuentos absurdos y por el abuso que de éstos se puede hacer, o que lo confunden con los medios de adivinación, prueban que no lo conocen. ¿Está el Sr. Figuier en las condiciones requeridas para juzgarlo con imparcialidad? Es lo que vamos a examinar.
El Sr. Figuier comienza así su prefacio:
«En 1854, cuando las mesas giratorias y parlantes, importadas de América, hicieron su aparición en Francia, produjeron una impresión que nadie ha olvidado. Muchas mentes eruditas y reflexivas quedaron sorprendidas con ese imprevisto desbordamiento de la pasión por lo maravilloso. Ellos no podían comprender semejante desvarío en pleno siglo XIX, con una filosofía avanzada y en medio de ese magnífico movimiento científico que hoy dirige todo hacia lo positivo y lo útil.»
Su juicio fue pronunciado: la creencia en las mesas giratorias es un desvarío. Como el Sr. Figuier es un hombre positivo, debemos pensar que antes de publicar su libro, él hubo observado, estudiado y profundizado todo; en una palabra, que habla con conocimiento de causa. Si así no fuese, él caería en el error de los Sres. Schiff y Jobert (de Lamballe) con su teoría del músculo que cruje (ver la Revista del mes de junio de 1859). Y sin embargo, es de nuestro conocimiento que hace apenas un mes él asistió a una sesión donde probó que desconoce los principios más elementales del Espiritismo. ¿Ha de considerarse lo suficientemente esclarecido porque participó de una sesión? Por cierto que no dudamos de su perspicacia; pero, por mayor que sea la misma, no podemos admitir que él pueda conocer y –sobre todo– comprender el Espiritismo en sólo una sesión, así como no aprendió Física en apenas una clase; si el Sr. Figuier pudiese hacerlo, registraríamos el hecho como uno de los más maravillosos. Cuando él haya estudiado el Espiritismo con el mismo cuidado que se tiene con el estudio de una Ciencia; cuando le haya consagrado un tiempo moral necesario; cuando haya participado de millares de experiencias; cuando haya explicado todos los hechos sin excepción; cuando haya comparado todas las teorías, únicamente entonces podrá hacer una crítica juiciosa. Hasta que esto suceda, su juicio es sólo una opinión personal que, aunque sea a favor o en contra, ningún peso tendría.
Enfoquemos la cuestión desde otro punto de vista. Hemos dicho que el Espiritismo se basa enteramente en la existencia de un principio inmaterial en nosotros, o, dicho de otro modo, en la existencia del alma. El que no admite en sí un Espíritu, no puede admitirlo fuera; por lo tanto, al no admitir la causa, no puede admitir el efecto. Gustaríamos saber, pues, si el Sr. Figuier pondría en el encabezamiento de su libro la siguiente profesión de fe:
1º) Creo en un Dios, autor de todas las cosas, todopoderoso, soberanamente justo y bueno e infinito en sus perfecciones;
2º) Creo en la providencia de Dios;
3º) Creo en la existencia del alma que sobrevive al cuerpo, y en su individualidad después de la muerte. Creo en esto, no como una probabilidad, sino como una cosa necesaria y consecuente con los atributos de la Divinidad;
4º) Al admitir el alma y su supervivencia, creo que no estaría de acuerdo con la justicia, ni con la bondad de Dios que el bien y el mal fuesen tratados del mismo modo después de la muerte, considerándose que, durante la existencia, muy raramente reciben la recompensa o el castigo que merecen;
5º) Si el alma del malo y la del bueno no son tratadas de la misma manera, hay por lo tanto las que son felices y las que son infelices, es decir, las almas que son recompensadas y las que son punidas según sus obras.
Si el Sr. Figuier hiciera semejante profesión de fe, nosotros le diríamos: Esta profesión de fe es la de todos los espíritas, porque sin esto el Espiritismo no tendría ninguna razón de ser; pero lo que creéis teóricamente, el Espiritismo lo demuestra a través de los hechos, porque todos los hechos espíritas son la consecuencia de estos principios. Los Espíritus que pueblan el espacio, no siendo otros sino las almas de aquellos que han vivido en la Tierra o en otros mundos, desde el momento en que se admita el alma, su supervivencia y su individualidad, por esto mismo se admiten los Espíritus. Al ser reconocida la base, toda la cuestión es saber si esos Espíritus o esas almas pueden comunicarse con los encarnados; si tienen un acción sobre la materia; si ejercen influencia en el mundo físico y en el mundo moral; o entonces si son destinados a una perpetua inutilidad, o a sólo ocuparse de sí mismos –lo que es poco probable–, si se admite la providencia de Dios y si se considera la admirable armonía que reina en el Universo, donde los menores seres desempeñan su papel.
Si la respuesta del Sr. Figuier fuese negativa, o sólo urbanamente dubitativa –para servirnos de la expresión de ciertas personas, a fin de no chocar muy bruscamente respetables prejuicios–, nosotros le diríamos: No sois juez más competente en materia de Espiritismo que un musulmán en materia de religión católica; vuestro juicio no sabría ser imparcial, y sería en vano negar que cultiváis ideas preconcebidas, porque tales ideas están en vuestra opinión, incluso al abordar el principio fundamental que rechazáis a priori, y antes de conocer la cuestión.
Si algún día una corporación científica nombrase a un relator para examinar la cuestión del Espiritismo, y ese relator no fuera francamente espiritualista, sería lo mismo que un concilio eligiese a Voltaire para tratar una cuestión de dogma. Dicho sea de paso, es sorprendente que las corporaciones científicas no hayan dado su parecer; pero no se puede olvidar que su misión es el estudio de las leyes de la materia y no de los atributos del alma, y menos aún de decidir si el alma existe. Acerca de estos temas ellos pueden tener opiniones individuales, como pueden tenerlas sobre la religión, pero, como corporación científica, nunca tendrán que pronunciarse.
No sabemos lo que el Sr. Figuier respondería a las preguntas formuladas anteriormente en la profesión de fe, pero su libro permite presentirlo. En efecto, el segundo párrafo de su prefacio dice así:
«Un conocimiento exacto de la Historia del pasado habría prevenido o, al menos, disminuido mucho ese espanto. En efecto, sería un gran error imaginar que las ideas que han engendrado en nuestros días la creencia en las mesas parlantes y en los Espíritus golpeadores, son de origen moderno. Este amor por lo maravilloso no es particular a nuestra época: es de todos los tiempos y de todos los países, porque se vincula a la propia naturaleza del espíritu humano. Por una instintiva e injusta desconfianza en sus propias fuerzas, el hombre es llevado a poner por encima de él a fuerzas invisibles, que son ejercidas en una esfera inaccesible. Esta disposición nativa ha existido en todos los períodos de la Historia de la Humanidad, revistiéndose de aspectos diferentes según los tiempos, los lugares y las costumbres, y dando nacimiento a manifestaciones variables en la forma, pero teniendo en el fondo un principio idéntico.»
Decir que es por una instintiva e injusta desconfianza en sus propias fuerzas que el hombre es llevado a poner por encima de él a fuerzas invisibles, que son ejercidas en una esfera inaccesible, es reconocer que el hombre es todo, que lo puede todo, y que por encima de él no hay nada; sin incurrir en un error, diremos que esto no es únicamente materialismo, sino ateísmo. Además, estas ideas resaltan de una multitud de otros pasajes de su prefacio y de su introducción, para los cuales llamamos toda la atención de nuestros lectores, y estamos convencidos de que éstos harán la misma evaluación que nosotros. Él dirá que esas palabras no se aplican a la Divinidad sino a los Espíritus. Nosotros le responderemos que él no conoce ni la primera palabra del Espiritismo, puesto que negar a los Espíritus es negar al alma, porque los Espíritus y las almas son la misma cosa; que los Espíritus no ejercen su fuerza en una esfera inaccesible, ya que están a nuestro lado, tocándonos y actuando sobre la materia inerte, a ejemplo de todos los fluidos imponderables e invisibles que, no obstante, son los motores más poderosos y los agentes más activos de la Naturaleza. Sólo Dios ejerce su poder en una esfera inaccesible a los hombres; negar este poder es por lo tanto negar a Dios. En fin, él dirá que esos efectos, que nosotros atribuimos a los Espíritus, ciertamente son debidos a algunos de esos fluidos. Esto sería posible; pero entonces le preguntaremos cómo fluidos que no son inteligentes pueden producir efectos inteligentes.
El Sr. Figuier constata un hecho capital al decir que este amor por lo maravilloso es de todos los tiempos y de todos los países, porque se vincula a la propia naturaleza del Espíritu humano. Lo que él llama amor por lo maravilloso es simplemente la creencia instintiva, nativa –como dice– en la existencia del alma y en su supervivencia al cuerpo, creencia que se ha revestido de diversas formas según los tiempos y los lugares, pero teniendo en el fondo un principio idéntico. Ese sentimiento innato, universal en el hombre, ¿Dios se lo habría inspirado para burlarse de su criatura? ¿Para darle aspiraciones imposibles de realizar? Creer que pueda ser así, es negar la bondad de Dios; aun más: es negar al propio Dios.
¿Quieren otras pruebas de lo que afirmamos? Entonces veamos algunos otros pasajes de su prefacio:
«En la Edad Media, cuando una nueva religión ha transformado a Europa, lo maravilloso se instala en esa misma religión. Se cree en las posesiones diabólicas, en las hechiceras y en los magos. Durante una serie de siglos esta creencia es sancionada por una guerra sin cuartel y sin piedad, hecha contra los infelices acusados de tener conversaciones secretas con los demonios o con los magos, sus secuaces.
«Hacia el fin del siglo XVII, en la aurora de una filosofía tolerante y esclarecida, el diablo envejeció, y la acusación de magia comienza a ser un argumento desgastado, pero ni por esto lo maravilloso pierde sus derechos. Los milagros florecen a voluntad en las iglesias de las diversas comuniones cristianas; al mismo tiempo se cree en la vara adivinatoria o se hace referencia a los movimientos de la horquilla para buscar objetos del mundo físico y para obtener esclarecimientos sobre las cosas del mundo moral. En las diversas Ciencias se continúa admitiendo la intervención de influencias sobrenaturales, introducidas anteriormente por Paracelso.
«En el siglo XVIII, a pesar de estar en boga la filosofía cartesiana, mientras que –sobre las materias filosóficas– todos los ojos se abren a las luces del buen sentido y de la razón, en el siglo de Voltaire y de la Enciclopedia, sólo lo maravilloso resiste a la caída de tantas creencias hasta entonces veneradas. Aún abundan los milagros.»
Si la filosofía de Voltaire, que ha abierto los ojos a la luz del buen sentido y de la razón, y que ha minado tantas supersticiones, no pudo erradicar la idea nativa de un poder oculto, ¿no sería porque esta idea es incontestable? La filosofía del siglo XVIII ha fustigado los abusos, pero se ha detenido ante la base. Si esta idea ha triunfado frente a los golpes que le ha dado el apóstol de la incredulidad, ¿espera el Sr. Figuier ser más afortunado en conseguirlo? Nosotros nos permitimos dudarlo.
El Sr. Figuier hace una singular confusión entre las creencias religiosas, los milagros y la vara adivinatoria; para él, todo esto sale de la misma fuente: la superstición, la creencia en lo maravilloso. No intentaremos aquí defender esa pequeña horquilla, que tendría la singular propiedad de servir en la investigación del mundo físico, porque no hemos profundizado la cuestión y porque no tenemos como principio loar o criticar lo que no conocemos; pero si quisiésemos razonar por analogía, preguntaríamos al Sr. Figuier si la pequeña aguja de acero con la cual el navegante encuentra su ruta, no tiene una virtud tan maravillosa como la de la pequeña horquilla. No –diréis–, porque conocemos la causa que la hace girar, y esta causa es totalmente física. De acuerdo; pero ¿quién dice que la causa que actúa sobre la vara no es totalmente física? Antes de que se conociera la teoría de la brújula, ¿qué habríais pensado si hubieseis vivido en aquella época, cuando los marineros sólo tenían las estrellas como guía, que a menudo les faltaban? ¿Qué habríais pensado –decimos nosotros– de un hombre que os hubiera dicho: Tengo aquí en una cajita, no más grande que una caja de bombones, una pequeña aguja con la cual los mayores navíos pueden guiarse con toda seguridad y que indica la ruta con cualquier tiempo, con la precisión de un reloj? Una vez más decimos que no defendemos la vara adivinatoria y menos aún el charlatanismo que se ha apoderado de la misma; solamente preguntamos qué habría de más sobrenatural en que un pequeño pedazo de madera, en dadas circunstancias, fuese agitado por un efluvio terrestre invisible, como la aguja imantada lo es por la corriente magnética que tampoco se ve. ¿Será que esta aguja tampoco sirve en la investigación de las cosas del mundo físico? ¿No recibirá ella la influencia de una mina de hierro subterránea? Lo maravilloso es la idea fija del Sr. Figuier: es su pesadilla; él lo ve por todas partes donde haya alguna cosa que no comprenda. ¿Pero sólo él, como erudito, puede decir cómo germina y se reproduce el menor de los granos? ¿Cuál es la fuerza que hace que la flor se vuelva hacia la luz? ¿Qué atrae a las raíces hacia un terreno propicio, y esto a través de los más duros obstáculos bajo tierra? Extraña aberración del espíritu humano que cree saber todo y no sabe nada; que tiene a sus pies una infinidad de maravillas ¡y que niega un poder extrahumano!
Al estar la religión basada en la existencia de Dios, este poder sobrehumano que se ejerce en una esfera inaccessible, sobre el alma que sobrevive al cuerpo, la cual conserva su individualidad, y por consecuencia su acción, tiene como principio lo que el Sr. Figuier llama de maravilloso. Si él se hubiera limitado a decir que entre los hechos calificados de maravillosos hay algunos ridículos, absurdos, a los cuales la razón hace justicia, nosotros aplaudiríamos esto con todas nuestras fuerzas; pero no podríamos concordar con su opinión, cuando confunde en la misma reprobación el principio y el abuso del principio; cuando niega la existencia de cualquier poder por encima de la humanidad. Además, esta conclusión es formulada de manera inequívoca en el siguiente pasaje:
«De esas discusiones, creemos que resultará para el lector la perfecta convicción de la no existencia de agentes sobrenaturales y la certeza de que todos los prodigios que en diversos tiempos han causado la sorpresa o la admiración de los hombres, se explican únicamente a través del conocimiento de nuestro organismo fisiológico. La negación de lo maravilloso: tal es la conclusión que sacamos de este libro, que podría llamarse Lo Maravilloso explicado. Y si alcanzamos el objetivo que nos hemos propuesto, tendremos la convicción de haber prestado un verdadero servicio para el bien de las personas.»
Dar a conocer los abusos, desenmascarar el fraude y la hipocresía por todas partes donde se encuentren, es prestar indudablemente un gran servicio; pero pensamos que es hacer un gran mal a la sociedad, así como a los individuos, atacar el principio por haber abusado de él; es querer cortar un buen árbol, porque tenga un fruto deteriorado. El Espiritismo bien comprendido, al dar a conocer la causa de ciertos fenómenos, muestra lo que es posible y lo que no lo es, y por esto mismo tiende a destruir las ideas verdaderamente supersticiosas; pero al mismo tiempo, al demostrar el principio, da un objetivo al bien; Él fortalece las creencias fundamentales que la incredulidad ataca con violencia so pretexto de abuso; combate la plaga del materialismo, que es la negación del deber, de la moral y de cualquier esperanza, y es por esto que nosotros decimos que Él será un día la salvaguardia de la sociedad.
Además, estamos lejos de lamentarnos por la obra del Sr. Figuier; sobre los adeptos no puede tener influencia alguna, porque ellos reconocerán inmediatamente sus puntos vulnerables; sobre los otros, tendrá el efecto que tienen todas las críticas: el de provocar la curiosidad. Desde la aparición, o mejor dicho, la reaparición del Espiritismo, se ha escrito mucho contra Él. No le han evitado sarcasmos ni injurias; sólo de una cosa que Él no ha tenido el honor, gracias a las costumbres del tiempo: la hoguera. ¿Eso le ha impedido progresar? De ninguna manera, porque Él cuenta hoy con millones de adeptos en todas las partes del mundo y éstos aumentan todos los días. A esto, y sin quererlo, la crítica ha contribuido mucho, porque su efecto –como ya lo hemos dicho– es el de provocar el examen; la gente quiere ver el pro y el contra y se queda admirada por encontrar una Doctrina racional, lógica, consoladora, que calma las angustias de la duda y que resuelve lo que ninguna filosofía pudo resolver, allí donde sólo se esperaba encontrar una creencia ridícula. Cuanto más conocido es el nombre del contradictor, más repercusión tiene su crítica y más bien puede ésta hacer al llamar la atención de los indiferentes. En este aspecto, la obra del Sr. Figuier está en mejores condiciones; además, está escrita de una manera seria y no se arrastra en el lodo de las injurias groseras y de los personalismos, únicos argumentos de los críticos de bajo nivel. Puesto que él pretende tratar la cuestión desde el punto de vista científico, y su posición se lo permite, se verá pues en eso la última palabra de la Ciencia contra esta Doctrina, y entonces el público sabrá a qué atenerse. Si la erudita obra del Sr. Figuier no tuviere el poder de darle el golpe de gracia, dudamos que otros sean más felices; para combatirla con eficacia no hay más que un medio, que le indicamos con placer. No se destruye un árbol cortándole las ramas, sino cortándole las raíces. Por lo tanto, es necesario atacar al Espiritismo por la raíz y no por las ramas, que renacen a medida que se las corta; ahora bien, las raíces del Espiritismo, de ese desvarío del siglo XIX –para servirnos de su expresión–, son el alma y sus atributos. Por lo tanto, que él pruebe que el alma no existe y que no puede existir, porque sin almas no hay Espíritus. Cuando haya probado esto, el Espiritismo no tendrá más razón de ser y nosotros nos confesaremos vencidos. Si su escepticismo no llega a tal punto, que él pruebe lo siguiente, no por una simple negación sino por una demostración matemática, física, química, mecánica, fisiológica o cualquier otra:
1º) Que el ser que piensa durante la vida no piensa más después de la muerte;
2º) Que si él piensa, no debe más querer comunicarse con los que ha amado;
3º) Que si puede estar en todas partes, no puede estar a nuestro lado;
4º) Que si está a nuestro lado, no puede comunicarse con nosotros;
5º) Que por su envoltura fluídica, no puede actuar sobre la materia inerte;
6º) Que si puede actuar sobre la materia inerte, no puede actuar sobre un ser animado;
7º) Que si puede actuar sobre un ser animado, no puede dirigir su mano para hacerlo escribir;
8º) Que si puede hacerlo escribir, no puede responder a sus preguntas y transmitirle su pensamiento.
Cuando los adversarios del Espiritismo nos hayan demostrado que esto no se puede hacer, por razones tan patentes como aquellas por las cuales Galileo demostró que no es el Sol que gira alrededor de la Tierra, entonces nosotros podremos decir que sus dudas son fundadas; infelizmente, hasta ese día, todos sus argumentos se resumen a estas palabras: Yo no creo, por lo tanto es imposible. Sin duda, ellos nos dirán que cabe a nosotros probar la realidad de las manifestaciones; nosotros las hemos probado a través de los hechos y de los razonamientos; si no admiten ni unos ni otros, si niegan lo que ven, es a ellos que les corresponde probar que nuestros razonamientos son falsos y que los hechos son imposibles.
En otro artículo examinaremos la teoría del Sr. Figuier; deseamos que la misma sea de mejor cualidad que la del músculo que cruje, del Sr. Jobert (de Lamballe).