Jardin
(Sociedad de París, 25 de noviembre de 1859)
Leemos en el
Journal de la Nièvre (Diario del Nièvre): Un funesto accidente ocurrió el sábado pasado en la estación del ferrocarril. Un hombre de sesenta y dos años, el Sr. Jardin, al salir del patio del embarcadero, fue acometido por las varas de un carruaje tílburi y, algunas horas después, daba el último suspiro.
La muerte de este hombre ha revelado una de las más extraordinarias historias, a la cual no habríamos dado crédito si testigos verídicos no nos hubiesen garantizado su autenticidad. He aquí la historia, tal cual nos ha sido narrada:
Antes de ser empleado en el depósito de tabaco de Nevers, Jardin vivía en el Departamento del Cher, en la localidad de Saint-Germain-des-Bois, donde ejercía la profesión de sastre. Su esposa había fallecido en este pueblo cinco años atrás, acometida por una pleuresía, cuando hace ocho años él dejó Saint-Germain para venir a vivir en Nevers. Empleado laborioso, el Sr. Jardin era muy piadoso, de una devoción que él llevaba hasta la exaltación, entregándose con fervor a las prácticas religiosas. Tenía en su cuarto un reclinatorio, en el cual gustaba arrodillarse con frecuencia. El viernes a la noche, al encontrarse solo con su hija, de repente le anunció que un secreto presentimiento le advertía que su fin estaba próximo. –«Escucha mi última voluntad –le dijo a ella: Después de mi muerte, entregarás al Sr. B... la llave de mi reclinatorio para que él lleve lo que encuentre allí y lo deposite en mi ataúd.»
Sorprendida con esta brusca recomendación, la Srta. Jardin, al no saber bien si su padre hablaba seriamente, le preguntó qué podría haber en el reclinatorio. Al principio se rehusó a responderle; pero como ella insistía, le hizo esta extraña revelación de lo que había en el reclinatorio: ¡los restos mortales de su madre! Le informó que, antes de dejar Saint-Germain-des-Bois, había ido al cementerio durante la noche. Todos dormían en la aldea; al sentirse muy solo, había ido a la sepultura de su esposa y, con una pala, había cavado hasta alcanzar el cajón que contenía los restos de aquella que había sido su compañera. Al no querer separarse de esos preciosos despojos, recogió los huesos y los depositó en su reclinatorio.
Después de esta extraña confidencia y un poco asustada, la hija del Sr. Jardin, dudando siempre que su padre hablara seriamente, le prometió entretanto obedecer a su última voluntad, persuadida de que él quería divertirse a sus expensas, y que al día siguiente le daría la solución de ese fantástico enigma.
Al día siguiente, sábado, el Sr. Jardin se dirigió a su oficina como de costumbre. Una hora después fue enviado a la estación de mercaderías para recibir allí sacos de tabaco, destinados a la provisión del depósito. Ni bien salió de la estación fue acometido en el pecho por las varas de un tílburi, que él no percibió en medio de la aglomeración de carruajes que estacionaban en el embarcadero. Por consiguiente, sus presentimientos no lo habían engañado. Al ser derribado por ese violento choque, perdió el conocimiento y fue llevado a su casa.
Los socorros suministrados le hicieron recobrar los sentidos. Entonces, a fin de examinar sus heridas, le solicitaron que levantase su ropa; él se opuso a esto con vehemencia; volvieron a insistir, mas se negó nuevamente. Pero como, pese a su resistencia, se preparaban para sacarle la ropa, de repente se curvó sobre sí mismo: estaba muerto.
Su cuerpo fue puesto en una cama; mas cuál no fue la sorpresa de las personas presentes, cuando, después de levantarle la ropa, ¡se vio sobre su corazón una bolsa de cuero, atada alrededor de su cuerpo! Un médico, llamado para constatar la muerte del Sr. Jardin, hizo un corte con su lanceta y separó la bolsa en dos partes: ¡y de la bolsa escapó una mano seca!
Entonces, la hija del Sr. Jardin, acordándose lo que su padre le había dicho en la víspera, avisó a los Sres. B... y J..., que eran carpinteros. El reclinatorio fue abierto; del mismo fue retirado un chacó de la guardia nacional. En el fondo de ese gorro militar se encontraba la cabeza de un muerto, aún con los cabellos; después percibieron en el fondo del reclinatorio, colocados sobre las tablas, los huesos de un esqueleto: eran los restos de la esposa de Jardin.
El domingo último enterraron los despojos mortales del Sr. Jardin. Para obedecer la voluntad del sexagenario, pusieron en su ataúd los restos de su mujer y, sobre el pecho del Sr. Jardin, la mano seca que –si podemos expresarnos así– durante ocho años había sentido el latido de su corazón.
1. Evocación. –Resp. Estoy aquí.
2. ¿Quién os ha avisado que deseábamos hablaros? –Resp. No sé nada al respecto; he sido atraído hacia aquí.
3. ¿Dónde estabais cuando os hemos llamado? –Resp. Estaba con un hombre al cual aprecio mucho, y acompañado por mi esposa.
4. ¿Cómo tuvisteis el presentimiento de vuestra muerte? –Resp. Fui avisado por aquella que yo tanto extrañaba; por medio de las oraciones de ella, Dios me lo había concedido.
5. ¿Entonces vuestra esposa estaba siempre junto a vos? –Resp. Ella no me dejaba.
6. Los restos mortales que conservabais de vuestra mujer, ¿eran la causa de su continua presencia? –Resp. De ninguna manera; pero yo lo creía así.
7. Entonces, si no hubieseis conservado esos restos, ¿ni por esto el Espíritu Sra. de Jardin dejaría de estar junto a vos? –Resp. Es que el pensamiento no está allí, ¿y no es éste más poderoso para atraer al Espíritu, que los restos que no tienen importancia para él?
8. ¿Revisteis inmediatamente a vuestra esposa en el momento de vuestra muerte? –Resp. Ha sido ella quien ha venido a recibirme y a esclarecerme.
9. ¿Tuvisteis inmediatamente la conciencia de vos mismo? –Resp. Al cabo de poco tiempo; yo tenía una fe intuitiva en la inmortalidad del alma.
10. Vuestra esposa debe haber tenido existencias anteriores a esta última; ¿cómo se explica que ella las haya olvidado, para consagrarse enteramente a vos? –Resp. Ella tenía que guiarme en mi vida material, sin renunciar por esto a sus antiguos afectos. Cuando decimos que nunca dejamos a un Espíritu encarnado, debéis comprender por ello que lo que queremos decir es que estamos más a menudo con él que en otros lugares. La rapidez de nuestro desplazamiento nos lo permite tan fácilmente, como a vos una conversación con varios interlocutores.
11. ¿Os recordáis de vuestras existencias precedentes? –Resp. Sí; en la última fui un pobre campesino, sin ninguna instrucción, pero anteriormente había sido religioso, sincero y dedicado al estudio.
12. El extraordinario afecto por vuestra esposa, ¿no tendría como causa las antiguas relaciones de otras existencias? –Resp. No.
13. ¿Sois feliz como Espíritu? –Resp. No se puede ser más feliz, como habréis de comprender.
14. ¿Podéis definir para nosotros vuestra felicidad actual y decirnos su causa? –Resp. No debería tener necesidad de decíroslo: yo amaba y sentía falta de un Espíritu querido; amaba a Dios; yo era un hombre honesto. Reencontré a aquella que tanto extrañaba: he aquí los elementos de felicidad para un Espíritu.
15. ¿Cuáles son vuestras ocupaciones como Espíritu? –Resp. En el momento de vuestro llamado os dije que yo estaba con un hombre al cual aprecio mucho; buscaba inspirarle el deseo al bien, como siempre lo hacen los Espíritus que Dios considera dignos. Tenemos también otras ocupaciones que aún no podemos revelar.
16. Os agradecemos por haber tenido a bien venir. –Resp. También os agradezco.