Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1860

Allan Kardec

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Historia del Espíritu familiar del señor de Corasse

Debemos a la cortesía de uno de nuestros suscriptores la siguiente noticia interesante, extraída de las Crónicas de Froissart, y que prueba que los Espíritus no son un descubrimiento moderno. Pedimos a nuestros lectores el permiso para relatarla en el estilo de la época (siglo XIV); perdería su originalidad si fuese pasada al francés moderno.

La batalla de Aljubarrota es célebre en las crónicas antiguas. Tuvo lugar durante la guerra que hicieron Juan, rey de Castilla, y Dinis, rey de Portugal, por mantener sus respectivas pretensiones sobre este último reino. Los castellanos y los bearneses fueron allí completamente derrotados. El hecho que Froissart relata en esta ocasión es de los más singulares. Se lee en el capítulo XVI del libro III de sus Crónicas que, al día siguiente del combate, el conde de Foix fue informado sobre el resultado de la batalla, lo que la distancia de los lugares volvía inconcebible en aquella época. Es un escudero del conde de Foix que cuenta a Froissart el siguiente hecho:

«El domingo entero, el lunes y el martes, el conde de Foix, que se encontraba en su castillo en Orthez, estaba con el semblante tan duro y el ceño tan fruncido que no se le podía sacar una sola palabra. En estos tres días no quiso salir de su cuarto, ni hablar con el caballero o con el escudero –por más próximos que estuviesen–, a menos que los mandara llamar, ordenándoles también que ellos no le preguntasen nada, porque no deseaba hablar con nadie en esos tres días. Cuando llegó el martes a la noche, él llamó a su hermano Arnaut-Guillaume, y le dijo en voz baja: Nuestra gente tuvo una lucha encarnizada, y estoy enfurecido, porque antes del viaje yo ya les había predicho lo que les iba a pasar. Arnaut-Guillaume, que es un hombre muy prudente y un caballero sagaz, y que conocía los modales y la condición de su hermano, se mantuvo en silencio. El conde, que deseaba manifestar su coraje, porque durante mucho tiempo estuvo apesadumbrado, tomó nuevamente la palabra y habló más alto de lo que lo había hecho la primera vez, y dijo: Por Dios, señor Arnaut, es así como os digo y luego tendremos noticias; desde cien años hasta hoy, nunca la región del Bearne perdió tanto, como esta vez en Portugal. Varios caballeros y escuderos que estaban presentes, y que vieron y oyeron al conde, no se atrevieron a hablar. Y entonces, diez días después, se supo la verdad por parte de aquellos que habían estado en la batalla, cuyos sobrevivientes contaron primeramente al conde todas las cosas ocurridas, y luego a todos los que quisiesen escuchar, exactamente como habían sucedido en Aljubarrota. Esto renovó el pesar del conde y de las personas de su región, las cuales habían perdido a sus hermanos, a sus padres, a sus hijos y a sus amigos.

«¡Santa María! –dije yo al escudero que me narraba esta historia; ¿y cómo el conde de Foix pudo saberlo al día siguiente, sin sospecharlo? –Palabra de honor –aseguró el escudero; el conde realmente lo sintió, como lo demostró después. –Entonces es un adivino –dije yo–, o tiene mensajeros que cabalgan tan rápido como el viento, o debe tratarse de algún artificio. –El escudero comenzó a sonreír y dijo: Ciertamente es preciso que él lo sepa por alguna especie de necromancia. En verdad nada sabemos, en esta región, cómo él la usa, a no ser por suposición. Entonces –señalé yo al escudero– tened a bien decirme y declararme vuestra suposición, y os seré grato por esto; y si es algo que yo tenga que callar, me callaré, jamás abriendo la boca, pase lo que pase en este mundo. –Sí, os lo ruego –dijo el escudero–, porque no gustaría que supiesen que he sido yo quien lo ha dicho. Entonces me llevó a un rincón de la torre del castillo de Orthez, y después comenzó a hacer su relato, diciendo:

“Hace aproximadamente veinte años reinaba en esta región un barón que se llamaba Raymond, señor de Corasse. Como sabéis, Corasse es una ciudad a siete leguas de esta ciudad de Orthez. Os hablo del tiempo en que el señor de Corasse tenía un pleito en Aviñón, ante el Papa, por los diezmos de la Iglesia en su ciudad, contra un clérigo de Cataluña ampliamente adinerado, el cual reclamaba tener derecho sobre esos diezmos de Corasse, que bien valían una renta anual de cien florines, y el derecho que tenía lo mostraba y lo probaba. Por sentencia definitiva, el papa Urbano V, en consistorio general, condenó al caballero y juzgó a favor del clérigo. Éste llevó los documentos de la última sentencia del Papa y cabalgó durante días hasta llegar al Bearne, mostrando las bulas y sus cartas para tomar posesión de ese diezmo. El señor de Corasse salió a su encuentro y le dijo: Clérigo Pedro (o clérigo Martín, como era llamado), ¿pensáis que por vuestras cartas yo deba perder mi herencia? No os considero tan atrevido como para tomarla, ni para llevar cosas que son mías, porque si lo hiciereis arriesgáis vuestra vida. Id a otra parte para obtener beneficios, porque no conseguiréis nada de mi herencia: de una vez por todas, yo os lo prohíbo. El clérigo desconfió del caballero, que era cruel, y no se atrevió a insistir. Avisó que regresaría a Aviñón, como de hecho lo hizo. Pero cuando debía partir, vino en presencia del caballero y señor de Corasse y le dijo: Por vuestra fuerza, y no por justicia, me quitáis los derechos de mi Iglesia, con lo cual practicáis un gran error de forma consciente. No soy tan fuerte en esta región como vos lo sois, pero sabed que lo más rápido que pueda, os enviaré un paladín que temeréis más que a mí. El señor de Corasse, no dándole importancia a sus amenazas, le respondió: Ve a Dios, ve, haz lo que puedas; yo no tengo miedo, ni vivo ni muerto; pero por tus palabras no he de perder mi herencia.

“De esa manera partió el clérigo, no sé si regresando a Cataluña o Aviñón, pero no se olvidó de lo que le había dicho al señor de Corasse, porque cuando el caballero menos lo pensaba –aproximadamente tres meses después, en su castillo, mientras dormía en su lecho al lado de su esposa–, vinieron mensajeros invisibles que comenzaron a revolver todo lo que encontraban en el castillo, pareciendo que iban a derribar todo y dando golpes tan fuertes en la puerta del cuarto del señor, que su mujer quedó completamente aterrorizada. El caballero escuchaba todo eso muy bien, pero no dijo una palabra, porque no quería mostrar falta de coraje: y así fue bastante astuto para enfrentar todas las aventuras. Esos alborotos y desórdenes en varias partes del castillo, duraron un tiempo considerable y después cesaron. A la mañana siguiente, todas las personas del castillo se reunieron y vinieron al señor, a la hora en que él se levantó, y le preguntaron: Señor, ¿no habéis oído lo que nosotros escuchamos esta noche? El señor de Corasse disimulaba el hecho y decía que no. ¿Qué cosa habéis escuchado? Entonces le hablaron acerca del tumulto que había ocurrido en el castillo, y sobre la vajilla de la cocina que fue derribada y quebrada. Él comenzó a reírse y a decir que ellos habían soñado, y que no había sido más que el viento. En el nombre de Dios –dijo la señora–, yo también lo he escuchado muy bien.

“A la noche siguiente recomenzaron los desórdenes, provocando un mayor alboroto que antes y dando golpes tan grandes en las puertas y en las ventanas del cuarto del caballero, que parecía que todo se iba a romper. El caballero se levantó de la cama y no pudo dejar de preguntar: ¿Quién es el que golpea así la puerta de mi cuarto a esta hora? Luego le respondieron: –Soy yo. El caballero le dijo: ¿Quién te ha enviado? –Me ha enviado el clérigo de Cataluña, a quien tú haces un gran mal, porque le quitas los derechos de su beneficio. No te dejaré en paz hasta que le hayas prestado cuentas de forma correcta, y hasta que él se quede contento.

“El caballero preguntó: ¿Cómo te llamas, tú que eres un mensajero tan bueno? –Me llaman Orthon. Y el caballero dijo: –Orthon, el servicio de un clérigo no vale nada para ti; él te hará y te dará mucho sufrimiento. Si quieres creerme, te pido, déjame en paz y sírveme, y sabré agradecerte bastante. Luego Orthon se decidió a servirlo, porque sintió simpatía por el caballero y le dijo: –¿Queréis realmente esto? –Sí, dijo el caballero, pero no hagas mal a nadie en esta casa. –A nadie, señor –dijo Orthon; no tengo el poder de hacer otro mal que el de despertaros y el de impedir que vos y los otros duerman. –Haz lo que te digo –dijo el caballero– y estaremos plenamente de acuerdo; deja a ese clérigo malvado, que nada tiene de bueno, excepto que pena por ti. Así, sírveme. –Ya que lo queréis –dijo Orthon–, yo también lo quiero.

“De tal manera Orthon simpatizó con el señor de Corasse, que muy a menudo venía a verlo a la noche, y cuando lo encontraba durmiendo, sacudía su almohada o golpeaba fuertemente en la puerta y en las ventanas del cuarto; al ser despertado, el caballero le decía: –Orthon, déjame dormir. –No lo haré –decía Orthon– sin que antes os haya dado noticias. La esposa del caballero tenía tanto pavor que se le erizaban los cabellos, escondiéndose bajo las cobijas. –Entonces, preguntaba el caballero, ¿qué noticias me traes? Orthon respondía: –Vengo de Inglaterra, de Hungría y de otros lugares; salí ayer y ocurrieron estas y otras cosas. Así, a través de Orthon, el señor de Corasse sabía todo lo que sucedía en el mundo. Durante cinco años ese mensajero lo mantuvo informado, pero al no poder callarse sobre esta situación, el señor de Corasse tuvo que dar una explicación al conde de Foix, y lo hizo de la manera como os he de contar. El primer año el señor de Corasse vino varias veces a Orthez, y le decía al conde de Foix: –Señor, tal cosa ocurrió en Inglaterra, en Alemania o en otro país; y el conde de Foix, después de cerciorarse de que todo era verdadero, se quedaba muy maravillado de cómo sabía esas cosas; y tanto insistió una vez, que el señor de Corasse terminó por contarle cómo y a través de quién recibía tales noticias.

“Cuando el conde de Foix supo la verdad, se quedó muy contento y le dijo: –Señor de Corasse, tenedle mucha simpatía; cómo me gustaría tener un mensajero como éste. Eso no os cuesta nada, y por ese medio sabréis verdaderamente todo lo que sucede en el mundo. El caballero respondió: –Así lo haré, señor conde. De esta manera, el señor de Corasse fue servido por Orthon durante mucho tiempo. No sé si ese Orthon tenía más de un señor, pero todas las semanas, dos o tres veces, venía a visitar al señor de Corasse y le daba noticias de lo que ocurría en los países donde había conversado, y el señor de Corasse se las escribía al conde de Foix, el cual tenía una gran alegría en recibirlas.

“Una vez estaba el señor de Corasse conversando sobre eso con el conde de Foix, y éste le preguntó: –Señor de Corasse, ¿habéis visto alguna vez a vuestro mensajero? –No, señor conde, palabra de honor, ni una sola vez. –¡Qué singular! –dijo el conde; si él fuese tan vinculado a mí como vos, yo le habría pedido que se mostrara ante mí; solicito que os toméis el trabajo de decirme cuál es su apariencia y de qué modo obra. Me habéis dicho que él habla tan bien el gascón como vos y yo. –Palabra de honor, dijo el señor de Corasse, es verdad; él habla tan bien y con tanta belleza como vos y yo, y juro que me tomaré el trabajo de verlo, ya que me lo aconsejáis. Como en otras noches, sucedió que el señor de Corasse estaba acostado en su lecho, al lado de su esposa, la cual ya se había acostumbrado a escuchar a Orthon, y no tenía más pavor del mismo. Entonces vino Orthon y sacudió la almohada del señor de Corasse, que dormía profundamente. El señor de Corasse despertó y preguntó: –¿Quién está ahí? Orthon respondió: –Soy yo. Y el señor interrogó: –¿De dónde vienes? –Vengo de Praga, en Bohemia. –¿A cuánto tiempo de aquí? –preguntó el señor; –A sesenta días de viaje, dijo Orthon. –¿Y has venido tan rápido? –Sí, gracias a Dios; voy tan rápido como el viento, o más. –¿Entonces tienes alas? –No, señor –agregó él. –¿Cómo puedes, pues, volar tan rápido? Respondió Orthon: –No necesitáis saber cómo. –Yo te vería con más gusto si supiese cuál es tu apariencia y de qué modo obras. Pero Orthon replicó: –Contentaos con escucharme, puesto que os traigo el relato de ciertas noticias. –Por Dios –dijo el señor de Corasse–, preferiría verte. Orthon respondió: –Ya que tenéis el deseo de verme, lo primero que veréis y que habréis de encontrar cuando os levantéis mañana a la mañana, seré yo. –Es suficiente –dijo el señor de Corasse. Ahora ve; tienes autorización para retirarte esta noche. El señor de Corasse se levantó al día siguiente. Su mujer tenía tanto miedo que se enfermó, y dijo que no se levantaría en ese día, pero el señor quiso que ella se levantara. –Señor –dijo ella–, si me levantase yo vería a Orthon, y no quiero verlo de forma alguna; que Dios no me permita encontrarlo. Entonces, el señor de Corasse dijo: –Yo quiero verlo. Atentamente se levantó de su cama, pero no vio nada que pudiese decir: He visto a Orthon aquí. El día pasó y sobrevino la noche. Cuando el señor de Corasse estaba acostado en su lecho, llegó Orthon y comenzó a hablar como de costumbre. –Ve –dijo el señor de Corasse a Orthon–, eres un mentiroso; bien que debías haberte mostrado a mí y no lo has hecho. –Sí, lo hice. –No lo has hecho. –Y cuando os levantasteis de vuestra cama –dijo Orthon–, ¿no visteis nada? El señor de Corasse pensó un poco y después se dio cuenta. –Sí –respondió él–, al levantarme de la cama, pensando en ti, vi en el suelo dos cañas de paja que giraban juntas. –Era yo –dijo Orthon–, con la forma que había tomado. Dijo el señor de Corasse: –Esto no es suficiente para mí; te pido que tomes otra forma, de tal modo que te pueda ver y reconocer. Respondió Orthon: –Pedís tanto que me perderéis y os dejaré, porque exigís demasiado. El señor de Corasse dijo: –Tú no me dejarás; si yo te hubiese visto una vez, no te pediría más para verte.

“Ahora bien –dijo Orthon–, me veréis mañana, y tened cuidado con lo primero que habréis de ver cuando salgáis de vuestro cuarto. Al día siguiente, a la hora tercera, el señor de Corasse se levantó, se vistió y salió de su cuarto hacia un local de donde se observaba el patio del castillo; al echar una mirada, lo primero que vio fue una cerda, la mayor que ya había visto; pero era tan flaca que parecía tener solamente piel y huesos; tenía orejas largas, caídas y manchadas, y el hocico de esa hembra del cerdo era grande y puntiagudo. Al señor de Corasse le causó mucha extrañeza esta cerda. Como no la veía con gusto, ordenó lo siguiente a sus criados: Suelten inmediatamente a los perros; quiero que ellos maten y devoren a esta cerda. Los criados salieron rápido y abrieron el lugar donde estaban los perros, los cuales atacaron a la cerda; ésta lanzó un fuerte grito y fijó la mirada en el señor de Corasse –que se apoyaba en el balcón que estaba frente a su cuarto–, quien no la vio más después, porque ella se desvaneció, no se sabiendo en qué se tornó. El señor de Corasse regresó a su cuarto muy pensativo y se acordó de Orthon. Creo que he visto a Orthon, mi mensajero; me arrepiento de haber ordenado que mis perros atacasen. Será una desventura si nunca más lo viese, porque me dijo varias veces que cuando yo lo reconociera, lo perdería. –Él dijo la verdad: desde entonces Orthon no volvió más al castillo de Corasse, y el caballero murió allí al año siguiente.”

«–¿Es verdad –pregunté yo al escudero– que el conde de Foix se ha servido de ese mensajero? –Es la pura verdad, y es la opinión afirmativa de varios hombres del Bearne; nada se hace en la región ni en otros lugares sin que él lo quiera o que se incumba perfectamente de ello, a menos que no lo sepa o que no haya tomado cuidado. Así ha sido con los buenos caballeros y escuderos de esta región que lucharon en Portugal. La gracia y el renombre que él tiene debido a eso, le han servido de gran provecho, porque en este castillo él no perdía el valor de una cuchara de oro o de plata, ni cosa alguna sin que luego supiese.»