Correspondencia
Al Sr. Presidente de la
Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas:
Señor Presidente,
Permitidme algunos esclarecimientos acerca de Thilorier y de sus descubrimientos (ver la
Revista de agosto de 1860). Thilorier era mi amigo, y cuando él me mostró el plan de su aparato en hierro colado, a fin de hacer líquido el gas ácido carbónico, yo le dije que, a pesar del espesor de las paredes, él explotaría como los cañones, después de un cierto número de experiencias; por eso le aconsejé a reforzarlo con hierro fundido, como se hace hoy con los cañones de hierro colado, pero él se limitó a agregarle molduras.
Nunca un aparato de ese género explotó en sus manos, porque habría sido muerto como el joven Frémy; pero la comisión de la Academia se mantenía prudentemente atrás de la pared cuando él preparaba tranquilamente su experiencia. Por entonces ya estaba sordo hacía varios años, lo que lo había obligado a pedir dimisión de su cargo de inspector de Correos. La única explosión que sucedió con él fue la de la culata de una escopeta llena de ácido carbónico, que él había dejado al sol en el césped del jardín.
Esta experiencia que yo le había sugerido, así como al Sr. Galy-Cazalat, le hizo ver a qué alta presión podría elevarse el gas ácido carbónico, y el peligro de su empleo en las armas de guerra. En cuanto a Galy, tuvo la idea de sustituir el ácido carbónico por el gas hidrógeno, pero éste nunca pudo sobrepasar 28 atmósferas; era muy poco. Si no fuese eso, la pólvora habría sido útilmente suprimida, porque su mecanismo era de los más simples y un pequeño cilindro de cobre podría contener fácilmente cien tiros, en la medida de las necesidades, debido al restablecimiento casi instantáneo de la presión, por la descomposición del agua, por medio del ácido sulfúrico y de la granalla de cinc. Si nuestros químicos encontrasen un gas que pudiera ser producido bajo una presión media entre la del ácido carbónico y la del hidrógeno, el problema estaría resuelto.
He aquí lo que sería bueno preguntar a Lavoisier, Berzelius o Dalton.
En la víspera de su muerte, Thilorier me explicaba un nuevo aparato casi terminado, con el objetivo de hacer líquido el aire atmosférico a través de presiones sucesivas capaces de soportar de 500 a 1.000 atmósferas. ¿Habrán vendido esta bella máquina al hierro viejo?
Yo he dicho que Thilorier era extremamente sordo, de modo que al entrar en su laboratorio de la Plaza Vendôme, algunas semanas antes de su muerte, tuve que gritar; él se tapó los oídos con sus dos manos, diciéndome que yo iba a restituirle la sordera de la que felizmente él se había librado gracias al magnetizador Lafontaine, hoy en Ginebra. Salí maravillado por la cura, que en esa misma tarde anuncié a mis dos amigos, Galy-Cazalat y el capitán Delvigne, con los cuales yo paseaba en la Plaza de la Bolsa, cuando percibimos que Thilorier apoyaba su oreja en la vitrina de un establecimiento donde alguien tocaba piano; parecía estar en éxtasis por poder disfrutar de la música moderna que hace muchos años no escuchaba. ¡Ah!, ¡pues claro! –dije a mis dos amigos incrédulos: he aquí la prueba; pasad por atrás de Thilorier y pronunciad su nombre en un tono normal. Thilorier se dio vuelta vivamente, reconoció a sus amigos y con ellos conversó y paseó como de costumbre. Delvigne, que en este momento se encuentra en mi oficina, recuerda perfectamente este hecho, que es muy interesante para el magnetismo. Decía Thilorier: Por más que compruebe ese hecho ante nuestros académicos, hace un mes, ellos no quieren creer que yo haya sido curado sin los remedios de su farmacopea, que no curan, pues he utilizado todos sin éxito, mientras que los dos dedos de Lafontaine me devolvieron completamente la audición en algunas sesiones. Recuerdo que, encantado por el magnetismo, Thilorier había conseguido cambiar los polos de una barra imantada que mantenía en su mano por el simple esfuerzo de su voluntad.
La muerte de ese sabio inventor nos ha privado de una multitud de descubrimientos de que me había hablado, y que se ha llevado a la tumba. Era tan sagaz como el buen Darcet, que yo también había visto lleno de salud en la víspera de su muerte, y que me había mostrado mis libros, todos descosidos y manchados, diciéndome que él estaba seguro de que me daría más placer mostrármelos en ese estado, que bien encuadernados y de cantos dorados en la biblioteca. Es singular notar –me dijo– cuánto se parecen nuestras ideas, aunque no hayamos sido educados en la misma escuela. Después me contó la tristeza que había sentido por haber sido tratado tan mal con relación a su gelatina nutritiva, y que habría hecho mejor –decía él– si la hubiese vendido a un centavo la libra a los pobres del Pont-Neuf, que presentándola a los académicos que pagan por la misma 15 francos en las tiendas de comestibles, y que alegan que ella no nutre. Evocad, pues, a este valiente tecnólogo.
Arago nos enseña que las presuntas manchas del Sol no son más que restos de planetas que se enriquecen en el foco de electricidad con los fluidos que les faltan, a fin de constituirse en un cometa que comenzará su curso en un siglo. Esos restos, grandes como Europa, están a más de 500.000 leguas del Sol; y al llegar al límite extremo de su atracción, cuando la Tierra haya descripto cerca de un cuarto de su curso sobre la eclíptica, es decir, aproximadamente en tres meses (estábamos en el día 6 de julio), esos restos –inseparables de su constelación– habrán desaparecido a nuestros ojos.
La Academia se ocupa con nuestra Memoria sobre la catalepsia, que os habéis equivocado al arrojarla en el cesto de las excomuniones. No importa: a la misma volveréis.
Atentamente,
JOBARD.
Nota – Agradecemos al Sr. Jobard los interesantes detalles que ha tenido a bien darnos sobre Thilorier, y que son tan preciosos como auténticos. Siempre es bueno saber la verdad sobre los hombres que se han destacado en la vida.
El Sr. Jobard está en un error si cree que hemos puesto en el cesto del olvido la Noticia que el Sr. B... nos ha enviado sobre la catalepsia. Primero, la misma ha sido leída en la Sociedad, como consta en las actas del 4 y del 11 de mayo, publicadas en la Revista de junio de 1860; y el original, en vez de ser dejado a un lado, está cuidadosamente conservado en los archivos de la Sociedad. No hemos publicado ese voluminoso documento porque, en primer lugar, si tuviésemos que publicar todo lo que nos envían, tal vez serían necesarios diez volúmenes por año; y, en segundo lugar, porque cada cosa debe venir a su tiempo. Pero por el hecho de que algo no haya sido publicado, no por eso debe ser considerado perdido; nada queda perdido de aquello que nos comunican, ya sea a nosotros o a la Sociedad, y nosotros lo encontramos siempre, a fin de aprovecharlo cuando el momento oportuno ha llegado. He aquí lo que deben persuadirse las personas que consienten dirigirnos documentos; a menudo nos falta el tiempo material para responderles tan pronto como tan extensamente convendría sin duda hacerlo; pero ¿cómo responder en detalle a miles de cartas por año, cuando uno está obligado a hacerlo todo por sí mismo, y cuando uno no tiene la ayuda de un secretario? Ciertamente el día no sería suficiente para todo lo que tenemos que hacer, si no le consagrásemos una parte de nuestras noches.
Dicho esto para nuestra justificación personal, agregaremos a respecto de la teoría de la formación de la Tierra, contenida en la referida Memoria, así como del estado cataléptico de los seres vivos en su origen, que la Sociedad ha sido aconsejada a esperar, antes de proseguir en esos estudios, a fin de que le sean presentados documentos más auténticos. Han dicho sus Guías Espirituales: «Es preciso desconfiar de las ideas sistemáticas de los Espíritus, así como de los hombres, y no aceptarlas a la ligera y sin control, si no nos queremos exponer más tarde al desmentido de lo que fue aceptado con mucha precipitación. Es porque nos interesamos por vuestros trabajos que deseamos que os mantengáis en guardia contra un escollo donde se chocan tantas imaginaciones ardientes, que son seducidas por apariencias engañosas. Recordad que solamente en una cosa no seréis engañados nunca: en lo que se refiere al mejoramiento moral de los hombres; aquí está la verdadera misión de los Espíritus buenos. Pero no creáis que esté en su poder descubrir para vosotros lo que Dios ha dejado en secreto; sobre todo, no creáis que ellos sean los encargados de facilitaros el áspero sendero de la Ciencia; la Ciencia sólo se adquiere a costa de trabajo y de investigaciones asiduas. Cuando haya llegado el tiempo de revelar un descubrimiento útil para la Humanidad, buscaremos al hombre capaz de llevarlo a buen término; nosotros le inspiraremos la idea de ocuparse del mismo y le dejaremos todo el mérito; pero ¿dónde estarían el trabajo y el mérito si le bastase pedir a los Espíritus los medios para adquirir sin esfuerzo la Ciencia, los honores y las riquezas? Por lo tanto, sed prudentes, y no entréis por un camino en que sólo tendríais decepciones y que no contribuiría en nada para vuestro adelanto. Los que se dejan arrastrar en ese camino reconocerán un día cuán errados estaban, y se lamentarán por no haber usado bien su tiempo.»
Tal es el resumen de las instrucciones que los Espíritus han dado muchas veces a la Sociedad, así como a nosotros. Hemos podido reconocer la sabiduría de ellos por experiencia; he aquí por qué las comunicaciones relacionadas con las investigaciones científicas no tienen para nosotros sino una importancia secundaria. Nosotros no las rechazamos; recibimos todo lo que nos es transmitido, porque en todo hay algo que aprender; pero sólo lo aceptamos con la reserva de verificación ulterior, tomando cuidado para no dar crédito a una fe ciega e irreflexiva: observamos y esperamos. El Sr. Jobard, que es un hombre positivo y de gran sensatez, ha de comprender como ninguno que este camino es el mejor para preservarse del peligro de las utopías. Ciertamente no será a nosotros que se nos ha de acusar de querer permanecer en la retaguardia; lo que queremos evitar es pisar en falso y todo lo que pudiese comprometer el crédito del Espiritismo: es por eso que no damos prematuramente como verdades indiscutibles lo que aún es sólo una hipótesis.
Pensamos que estas observaciones serán igualmente apreciadas por otras personas que, sin duda, comprenderán el inconveniente de anticipar el momento de ciertas publicaciones; la experiencia les mostrará con esto la necesidad de no siempre tomar en consideración la impaciencia de algunos Espíritus. Los Espíritus verdaderamente superiores (no hablamos de aquellos que aparentan serlo) son muy prudentes, y éste es uno de los caracteres con los cuales pueden ser reconocidos.