Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1860

Allan Kardec

Volver al menú
Respuesta del Sr. Allan Kardec

Señoras, señores y todos vosotros, mis queridos y buenos hermanos en Espiritismo:

La recepción tan amistosa y tan benevolente que me dan entre vosotros desde mi llegada, sería bastante para enorgullecerme si yo no comprendiese que estos testimonios se dirigen menos a la persona que a la Doctrina, de la cual soy uno de sus más humildes obreros; es la consagración de un principio y estoy doblemente feliz, porque ese principio debe un día asegurar la felicidad del hombre y la paz de la sociedad, cuando sea bien entendido, y mejor aún cuando sea practicado. Los adversarios solamente lo combaten porque no lo comprenden; nos corresponde a nosotros, a los verdaderos espíritas, a los que vemos en el Espiritismo algo más que experiencias más o menos curiosas, hacer que Él sea comprendido y divulgado, predicándolo tanto con el ejemplo como con la palabra. El Libro de los Espíritus ha tenido como resultado el de hacer ver su alcance filosófico; si este libro tiene algún mérito, sería presunción mía vanagloriarme por eso, porque la Doctrina que él contiene no es mi creación de manera alguna; todo el honor del bien que él ha hecho pertenece a los Espíritus sabios que lo han dictado y que han consentido servirse de mí. Por lo tanto, puedo escuchar elogios sin que se ofenda mi modestia y sin que se exalte mi amor propio. Si hubiese querido aprovecharme de esto, seguramente yo habría reivindicado su concepción, en lugar de atribuirla a los Espíritus; y si se pudiera dudar de la superioridad de aquellos que han cooperado en él, bastaría considerar la influencia que dicho libro ha ejercido en tan poco tiempo, con el solo poder de la lógica y sin ninguno de los medios materiales propios para sobreexcitar la curiosidad.

Señores, sea como fuere, la cordialidad de vuestra recepción será para mí un poderoso estímulo en la tarea laboriosa que he emprendido y que es la razón de mi vida, porque me da la certeza consoladora de que los hombres de corazón ya no son tan raros en este siglo materialista, como se complacen en llamarlo. Los sentimientos que hacen nacer en mí esos testimonios benevolentes son mejor comprendidos que expresados, y lo que les da a mis ojos un valor inestimable, es que no tienen por móvil ninguna consideración personal. Os agradezco del fondo del corazón, en nombre del Espiritismo, sobre todo en nombre de la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas, que se sentirá feliz con las muestras de simpatía que habéis tenido a bien darle, y que se enorgullece por contar en Lyon con un número tan grande de buenos y leales compañeros. Permitidme describir en algunas palabras las impresiones que llevo de mi corta permanencia entre vosotros.

La primera cosa que me llamó la atención fue el número de adeptos; yo bien sabía que Lyon contaba con muchos de ellos, pero estaba lejos de sospechar que el número fuese tan considerable, porque son contados por centenas, y espero que pronto sean incontables. Pero si Lyon se distingue por el número, no lo hace menos por la calidad, lo que vale más aún. Por todas partes sólo he encontrado espíritas sinceros, que comprenden la Doctrina bajo su verdadero punto de vista. Señores, hay tres categorías de adeptos: Los primeros se limitan a creer en la realidad de las manifestaciones y buscan, ante todo, los fenómenos; para ellos el Espiritismo es simplemente una serie de hechos más o menos interesantes.

Los segundos ven en el Espiritismo algo más que hechos: comprenden su alcance filosófico; admiran la moral que de Él se desprende, pero no la practican. Para ellos la caridad cristiana es una bella máxima, pero he aquí todo.

Los terceros, en fin, no se contentan con admirar la moral: ellos la practican y aceptan todas sus consecuencias. Bien convencidos de que la existencia terrestre es una prueba pasajera, tratan de aprovechar esos cortos instantes para marchar en la senda del progreso que los Espíritus les trazan, esforzándose en hacer el bien y en reprimir sus malas tendencias. Sus relaciones son siempre seguras, porque sus convicciones los apartan de todo pensamiento del mal. En todas las cosas, la caridad es su regla de conducta; estos son los verdaderos espíritas, es decir, los espíritas cristianos.

¡Pues bien, señores! Os digo con alegría que aún no he encontrado aquí ningún adepto de la primera categoría; en parte alguna he visto que se ocupasen del Espiritismo por mera curiosidad o que se sirvieran de las comunicaciones para asuntos fútiles; por todas partes el objetivo es grave, las intenciones son serias, y por lo que veo y por lo que me dicen, hay muchos de la tercera categoría. Por lo tanto, ¡honor a los espíritas lioneses, por haber entrado tan ampliamente en ese camino progresivo, sin el cual el Espiritismo no tendría objeto! Tal ejemplo no será perdido; tendrá sus consecuencias y no fue sin razón –bien lo veo– que los Espíritus me respondieron el otro día, a través de uno de vuestros médiums más dedicados, a pesar de ser uno de los más anónimos, cuando yo les expresaba mi sorpresa: ¿Por qué te admiras de eso? Lyon ha sido la ciudad de los mártires; la fe aquí es viva; ella dará apóstoles al Espiritismo. Si París es la cabeza, Lyon será el corazón. La coincidencia de esta respuesta con la que os ha sido dada anteriormente, y que el Sr. Guillaume acaba de recordar en su discurso, es algo muy significativo.

La rapidez con la cual se ha propagado la Doctrina en estos últimos tiempos, a pesar de la oposición que Ella aún encuentra –o tal vez por causa de esta misma oposición–, puede hacer vislumbrar su futuro. Por lo tanto, evitemos con nuestra prudencia todo lo que pueda producir una impresión desagradable; no digo que se pierda una causa ya asegurada, sino que se intente retardar su desarrollo; sigamos en esto los consejos de los Espíritus sabios, y no nos olvidemos que, en este mundo, muchos éxitos han sido comprometidos por demasiada precipitación; tampoco nos olvidemos que nuestros enemigos del otro mundo, así como también los de éste, pueden buscar arrastrarnos por un camino peligroso.

Habéis tenido a bien pedirme algunos consejos, y para mí es un placer daros aquellos que la experiencia pueda sugerirme; no será sino una opinión personal, que os recomiendo a evaluarla con vuestra sabiduría, y de la cual haréis el uso que os parezca conveniente, porque no tengo la pretensión de erigirme en árbitro absoluto.

Teníais la intención de formar una Sociedad grande; ya os he dicho al respecto mi manera de pensar, por lo que me limito a resumirla aquí.

Se sabe que las mejores comunicaciones son obtenidas en reuniones poco numerosas, sobre todo en aquellas donde reinan la armonía y la comunión de sentimentos; ahora bien, cuanto mayor fuere el número, más difícil será obtener esta homogeneidad. Como es imposible que en el comienzo de una ciencia, aún tan nueva, no surjan algunas divergencias en la manera de apreciar ciertas cosas, de esa divergencia nacería infaliblemente un malestar que podría llevar a la desunión. Al contrario, los grupos pequeños serán siempre más homogéneos: aquí todos se conocen mejor, están más en familia, y pueden admitir mejor a los que se desea hacerlo. Y, como en definitiva, todos tienden al mismo objetivo, ellos pueden entenderse perfectamente, y se entenderán tanto mejor por no haber esa incesante contrariedad, que es incompatible con el recogimiento y la concentración de espíritu. Los Espíritus malos, que buscan incesantemente sembrar la discordia al irritar susceptibilidades, tendrán siempre menos acceso a un grupo pequeño que a un grupo numeroso y heterogéneo; en una palabra, será más fácil establecer la unidad de miras y de sentimiento en el primer grupo que en el segundo.

La multiplicidad de los grupos tiene otra ventaja: obtener una variedad mucho mayor en las comunicaciones, por la diversidad de aptitudes de los médiums. Que esos grupos pequeños compartan recíprocamente lo que cada uno obtenga por su lado, y todos aprovecharán así sus trabajos mutuos. Además, llegará el tiempo en que el número de adeptos no permitirá más un grupo único, que deberá fraccionarse por la fuerza de las cosas; he aquí por qué es preferible hacer inmediatamente lo que se estaría forzado a hacer más tarde.

Desde el punto de vista de la propaganda –y esto es también un hecho cierto–, no es en las grandes reuniones que los neófitos pueden extraer elementos de convicción, sino en la intimidad; por lo tanto, hay un doble motivo para preferir los grupos pequeños, que pueden multiplicarse al infinito. Ahora bien, veinte grupos de diez personas, por ejemplo, obtendrán indiscutiblemente más y harán más prosélitos que una única asamblea de doscientos miembros.

Hace un instante he hablado de las divergencias que pueden surgir, y he dicho que ellas no debían crear obstáculos a la perfecta armonía entre los diferentes Centros; en efecto, esas divergencias sólo pueden darse en los detalles y no en el fondo. El objetivo es el mismo: el mejoramiento moral; el medio es el mismo: la enseñanza dada por los Espíritus. Si esta enseñanza fuera contradictoria; si, evidentemente, una debiese ser falsa y la otra verdadera, notad bien que esto no podría alterar el objetivo, que es el de conducir el hombre al bien, para su mayor felicidad presente y futura; por lo tanto, el bien no podría tener dos pesos y dos medidas. Desde el punto de vista científico, o dogmático, es entretanto útil, o por lo menos interesante, saber quién tiene razón y quién no la tiene; ¡Pues bien! Tenéis un criterio infalible para hacerlo, ya sea que se trate de simples detalles o de sistemas radicalmente divergentes; y esto no sólo se aplica a los sistemas espíritas, sino a todos los sistemas filosóficos.

Examinad al principio aquel que es más lógico, el que responda mejor a vuestras aspiraciones, aquel que mejor alcance el objetivo. El más verdadero será evidentemente el que dé mejores explicaciones y el que ofrezca mejores razones de todo. Si se puede oponer a un sistema un único hecho en contradicción con su teoría, es que esta teoría es falsa o incompleta. Examinad después los resultados prácticos de cada sistema; la verdad debe estar del lado de aquel que produzca mayor bien, de quien ejerza la influencia más sana, de aquel que haga más hombres buenos y virtuosos, y de quien practique el bien por los motivos más puros y más racionales. El objetivo constante al cual aspira el hombre es la felicidad; la verdad estará del lado del sistema que proporcione mayor suma de satisfacción moral; en una palabra, que vuelva a la criatura humana más feliz.

Considerándose que la enseñanza proviene de los Espíritus, los diferentes grupos, así como los individuos, se encuentran bajo la influencia de ciertos Espíritus que presiden sus trabajos o que los dirigen moralmente. Si esos Espíritus no estuvieren de acuerdo, la cuestión es saber cuál de ellos merece más confianza; evidentemente será aquel cuya teoría no pueda suscitar ninguna objeción seria; en una palabra, aquel que en todos los puntos dé más pruebas de su superioridad. Si todo es bueno y racional en esa enseñanza, poco importa el nombre que tome el Espíritu, y en este aspecto la cuestión de identidad es completamente secundaria. Si bajo un nombre respetable la enseñanza erra en las cualidades esenciales, podéis terminantemente concluir que es un nombre apócrifo y que es un Espíritu impostor o que se divierte. Regla general: el nombre nunca es una garantía; la única y verdadera garantía de superioridad es el pensamiento y la manera con la cual es expresado. Los Espíritus embusteros pueden imitar todo, excepto el verdadero saber y el verdadero sentimiento.

Señores, no tengo la intención de daros aquí un curso de Espiritismo, y tal vez esté abusando de vuestra paciencia con todos estos detalles; sin embargo, no puedo dejar de agregar aún algunas palabras.

Sucede a menudo que los Espíritus, para hacer adoptar ciertas utopías, hacen alarde de un falso saber e intentan imponerlas extrayendo del arsenal de las palabras técnicas todo lo que pueda fascinar al que cree demasiado fácilmente. Ellos tienen también un medio más eficiente: el de aparentar virtudes; se aprovechan de grandes palabras como caridad, fraternidad y humildad, esperando que los más groseros absurdos sean aceptados, y es lo que ocurre muy frecuentemente cuando no se está prevenido; por lo tanto, es necesario no dejarse llevar por las apariencias, tanto por parte de los Espíritus como por parte de los hombres. Ahora bien, reconozco que ésta es una de las más grandes dificultades; pero nunca se ha dicho que el Espiritismo fuese una ciencia fácil; Él tiene sus escollos, que solamente pueden ser evitados a través de la experiencia. Para no caer en la celada es preciso al principio ponerse en guardia contra el entusiasmo que ciega y contra el orgullo que lleva a ciertos médiums a creerse que son los únicos intérpretes de la verdad. Es necesario examinar todo fríamente, evaluar todo con madurez y someter todo a un control; y si uno desconfía de su propia evaluación –lo que a veces es más prudente–, es preciso relatárselo a los otros, conforme el proverbio que dice que cuatro ojos ven más que dos. Un falso amor propio o una obsesión pueden, por sí solos, hacer persistir en una idea notoriamente falsa, y que el buen sentido de cada uno rechaza.

Señores, no ignoro que tengo aquí muchos enemigos; esto que hablo os sorprende y, sin embargo, nada es más verdadero; sí, existen aquí los que me escuchan con rabia; no os digo entre vosotros, ¡gracias a Dios!, donde siempre espero tener amigos; quiero hablaros de los Espíritus embusteros, que no quieren que yo os dé los medios para desenmascararlos, puesto que desbarato sus artimañas y ya que, al poneros en guardia, les quito el dominio que podrían tener sobre vosotros. Al respecto, señores, os diré que sería un error creer que ellos ejercen este dominio apenas sobre los médiums; tened la plena certeza de que los Espíritus, al estar en todas partes, actúan incesantemente sobre nosotros sin que lo sepamos, seamos o no espíritas o médiums. La mediumnidad no los atrae; al contrario, ella da el medio de conocer a su enemigo, que siempre se traiciona; siempre, escuchadlo bien, y que sólo engaña a los que se dejan engañar.

Esto, señores, me lleva a completar mi pensamiento sobre lo que acabo de decir acerca de las disidencias que podrían surgir entre los diferentes grupos, debido a la diversidad de enseñanzas. Os he dicho que, a pesar de algunas divergencias, ellos podrían entenderse, y deben entenderse si son verdaderos espíritas. Os he dado el medio de controlar el valor de las comunicaciones; ahora os daré el de apreciar la naturaleza de las influencias ejercidas sobre cada uno. Dado que toda influencia buena emana de un Espíritu bueno, que todo lo que es malo viene de una fuente mala y que los Espíritus malos son los enemigos de la unión y de la concordia, el grupo que sea asistido por el Espíritu del mal será aquel que arroje piedras en el otro y que no le tienda la mano. En cuanto a mí, señores, yo os considero a todos como hermanos, ya sea que estéis con la verdad o en el error; pero os declaro abiertamente que estaré, de corazón y de alma, con los que muestren más caridad y más abnegación. Si hubiera algunos –que Dios no lo permita– que nutriesen sentimientos de odio, de envidia o de celos, me compadecería de ellos, porque estarían bajo una mala influencia, y yo preferiría creer que esos malos pensamientos provienen de un Espíritu extraño que de su propio corazón; pero para mí, solamente esto ya volvería sospechosa la veracidad de las comunicaciones que pudiesen recibir, según el principio de que un Espíritu verdaderamente bueno no puede sugerir sino sentimientos buenos.

Señores, terminaré este discurso –por cierto ya muy extenso– con algunas consideraciones sobre las causas que deben garantizar el futuro del Espiritismo.

Todos comprendéis, por lo que tenéis bajo los ojos y por lo que sentís en vosotros mismos, que vendrá el día en que el Espiritismo ha de ejercer una inmensa influencia en la estructura social. Pero el día en que esa influencia se generalice está aún lejos, indudablemente; son necesarias generaciones para que el hombre se despoje del hombre viejo. Sin embargo, desde ahora, si el bien no puede aún ser general, ya es individual, y porque ese bien es efectivo, la doctrina que lo proporciona es aceptada con mayor facilidad; inclusive, diré que es aceptada por muchos con bastante interés. En efecto, además de su racionalidad, ¿qué filosofía es más capaz de libertar el pensamiento del hombre de los lazos terrenos y de elevar su alma hacia el infinito? ¿Cuál es la que le da una idea más justa, más lógica y apoyada en las pruebas más patentes, de su naturaleza y de su destino? Que sus adversarios la reemplacen entonces por algo mejor, por otra doctrina más consoladora que esté de acuerdo con la razón, que sea capaz de sustituir la inefable alegría de saber que nuestros seres que han sido amados en la Tierra están junto a nosotros, que nos ven, que nos escuchan, que nos hablan y que nos aconsejan; que dé un motivo más legítimo a la resignación; que haga temer menos a la muerte; que proporcione más calma en las pruebas de la vida; en fin, que reemplace esa suave quietud que uno experimenta cuando puede decir: Me siento mejor. Ante una doctrina que ofrezca más que todo esto, el Espiritismo depondrá las armas.

Por lo tanto, el Espiritismo vuelve a todos soberanamente felices; con Él no hay más aislamiento ni desesperación; Él ya ha evitado numerosas faltas, ha impedido varios crímenes, ha llevado la paz a innumerables familias, ha corregido muchos defectos; ¡cómo será, pues, cuando los hombres se nutran con estas ideas! Porque entonces, al venir la razón, se fortalecerán con ella y no negarán más el alma. Sí, el Espiritismo los hace felices, y es esto lo que le da un poder irresistible y lo que garantiza su futuro triunfo. Los hombres quieren la felicidad: el Espiritismo la proporciona; ellos han de arrojarse a los brazos del Espiritismo. ¿Quieren aniquilarlo? Entonces que le den al hombre una fuente mayor de felicidad y de esperanza. Esto con respecto a los individuos.

Otras dos fuerzas parecen haber temido su aparición: la autoridad civil y la autoridad religiosa; ¿y por qué esto? Porque no lo conocen. Hoy la Iglesia comienza a ver en la Doctrina Espírita una poderosa arma para combatir la incredulidad, para encontrar la solución lógica de varios dogmas confusos y, finalmente, para reconducir a sus deberes de cristianos a un buen número de ovejas descarriadas. Por su lado, el poder civil comienza a tener pruebas de la benéfica influencia del Espiritismo en la moralidad de las clases obreras, a las cuales la Doctrina inculca, a través de la convicción, ideas de orden, de respeto por la propiedad, haciéndoles comprender la fragilidad de las utopías; dicho poder atestigua metamorfosis morales casi milagrosas, y pronto vislumbrará en la difusión de estas ideas un alimento más útil al pensamiento que los goces del cabaré o el tumulto de la plaza pública y, por consecuencia, una salvaguardia de la sociedad. Así, el pueblo, la Iglesia y el poder, al percibir un día que el Espiritismo es un dique contra la brutalidad de las pasiones, una garantía de orden y de tranquilidad, y un regreso a las ideas religiosas que se extinguen, no tendrán interés en ponerle obstáculos. Al contrario, cada uno buscará en Él un apoyo. Además, ¿quién podría detener el curso de ese río de ideas, que ya vierte sus aguas benéficas en los cinco continentes?

Tales son, queridos hermanos, las consideraciones que yo deseaba haceros. Termino os agradeciendo nuevamente por vuestra benevolente recepción, cuyo recuerdo estará siempre presente en mi memoria. Agradezco igualmente a los Espíritus buenos por todas las satisfacciones que me han proporcionado durante mi viaje, porque por todos los lugares donde estuve, también encontré espíritas buenos y sinceros, y pude constatar con mis propios ojos el inmenso desarrollo de estas ideas y con cuánta facilidad ellas echan raízes. Por todas partes encontré a personas felices, a afligidos que son consolados, pesares que son calmados, odios que son apaciguados; por todas partes la confianza y la esperanza suceden a las angustias de la duda y de la incertidumbre. Una vez más el Espiritismo es la clave de la verdadera felicidad y ahí está el secreto de su poder irresistible. Una Doctrina que hace tales prodigios, ¿es, pues, una utopía? Estimados amigos míos, que Dios, en su bondad, se digne a enviaros Espíritus buenos para asistiros en vuestras comunicaciones, ¡a fin de que éstos os esclarezcan en las verdades que estáis encargados de propagar! Un día recogeréis centuplicado los frutos del buen grano que hayáis sembrado.

Muy amados hermanos míos, que este banquete de amigos, como los antiguos ágapes, ¡sea la garantía de la unión entre todos los verdaderos espíritas!

Agradezco mucho a los espíritas lioneses, tanto en mi nombre como en el de la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas.

ALLAN KARDEC