Ingreso de un culpable al mundo de los Espíritus (Médium: Sra. de Costel)
Voy a relatarte lo que he sufrido al morir. Mi Espíritu, retenido al cuerpo por lazos materiales, tuvo gran dificultad en desprenderse de él, lo que representó una primera y ruda agonía. La vida, que yo dejaba a los 24 años de edad, era aún tan fuerte en mí, que no creía que la perdiera. Buscaba mi cuerpo, y estaba espantado y horrorizado al verme perdido en medio de esa multitud de sombras. En fin, la conciencia de mi estado y la revelación de las faltas que había cometido en todas mis reencarnaciones se me presentaron súbitamente; una luz implacable iluminó los pliegues más secretos de mi alma, que se sintió
desnuda y después sobrecogida por una vergüenza abrumadora. Trataba de escapar de esa situación, interesándome en objetos nuevos,
aunque conocidos, que me rodeaban; los Espíritus radiantes, que se cernían en el éter, me daban la idea de una felicidad a la cual yo no podía aspirar. Formas sombrías y desoladas, algunas sumergidas en una triste desesperación, otras irónicas o furiosas, se deslizaban a mi alrededor y sobre la Tierra a la cual yo permanecía apegado. Veía agitarse a los humanos, cuya ignorancia envidiaba. Todo un orden de sensaciones desconocidas,
o reencontradas, me invadieron a la vez. Como si me arrastrase una fuerza irresistible, procuré huir de ese inmenso dolor que me azotaba y atravesé las distancias, los elementos y los obstáculos materiales sin que las bellezas de la Naturaleza, ni los esplendores celestiales pudieran calmar por un solo instante la amargura de mi conciencia, ni el pavor que me causaba la revelación de la eternidad. Un mortal puede presentir los tormentos materiales a través de los estremecimientos de la carne; pero vuestros frágiles dolores, aliviados por la esperanza, atenuados por las distracciones o muertos por el olvido, jamás podrán daros la idea de las angustias de un alma que sufre sin tregua, sin esperanza, sin arrepentimiento. He pasado un tiempo, cuya duración no puedo apreciar, en que envidié a los elegidos cuyo esplendor vislumbraba, en que detesté a los Espíritus malos que me perseguían con sus burlas y en que menosprecié a los humanos al ver sus torpezas, pasando de un profundo abatimiento a una rebeldía insensata.
En fin, tú me has calmado; he escuchado las enseñanzas que te dan tus guías; la verdad ha penetrado en mí, y oré: Dios me escuchó y se reveló ante mí por su clemencia, así como ya se me había revelado por su justicia.
NOVEL