Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1860

Allan Kardec

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Tradición musulmana

Extraemos el siguiente pasaje de la notable y sabia obra que el Sr. Géraldy Saintine ha publicado con el título: Trois ans en Judée.

«Cuando el sultán de Babel Bakhtunnassar (Nabucodonosor) fue enviado por Dios para punir a los hijos de Israel, que habían abandonado la doctrina de la unidad, despojó el Templo de todos los objetos preciosos que allí se encontraban; al reservar para sí mismo el trono de Salomón con sus gradas y los dos leones de oro puro, animados por un arte mágico que defendían la entrada, distribuyó el resto del botín con los diferentes reyes de su corte. El rey de Rum recibió la ropa de Adán y el cayado de Moisés; por su parte, el rey de Antakya obtuvo el trono de Balkis y el maravilloso pavo real, cuya cola, toda en piedras preciosas, formaba un rico dosel en ese trono; el rey de Andalucía se quedó con la mesa de oro del Profeta. Un cofre de piedra, que contenía la Tora (Biblia), estaba en medio de todas esas riquezas, pero nadie le prestaba atención, a pesar de que fuese el más valioso de todos los tesoros. Por lo tanto, lo dejaron abandonado al capricho de los saqueadores, que recorrían la ciudad y el Templo apoderándose de todo lo que encontraban; y el depósito de la palabra divina desapareció en ese inmenso desorden.

«Cuarenta años más tarde, al haber sido aplacada su cólera, Dios resolvió restablecer su herencia a los hijos de Israel y llamó al profeta Euzer (Esdras) –¡que Dios lo tenga en la gloria!–, que había sido predestinado por la voluntad divina a una gloriosa misión. Él había pasado toda su juventud en oración y en meditación, dejando a un lado las ciencias humanas para absorberse en la contemplación del Ser infinito, y vivía separado del mundo en el interior de una de las grutas que circundan la ciudad santa. Esta gruta aún hoy se llama El Azérie.[1] Obedeciendo a la orden de Dios, salió de su retiro y vino junto a los hijos de Israel para indicarles cómo deberían reconstruir el Templo y recuperar el honor de los antiguos ritos.

«Pero el pueblo no creyó de manera alguna en la misión del profeta. Declaró que no se sometería a la Ley; que hasta cesaría los trabajos de construcción del Templo e iría a vivir en otras tierras si no le volviesen a presentar el Libro en que nuestro señor Moisés –¡que Dios lo tenga en la gloria!– hubo consignado todas las prescripciones religiosas que le fueron dictadas en el monte Sinaí. Este Libro había desaparecido, y todas las búsquedas para encontrarlo habían sido infructuosas.

«Entonces, ante esa gran dificultad, Euzer hizo fervorosas oraciones a Dios para que lo sacara de ese sufrimiento y para que impidiese que el pueblo persistiera en el camino de la perdición. Él estaba sentado debajo de un árbol, contemplando con tristeza las ruinas del Templo, alrededor de las cuales se agitaba la multitud indócil. De repente una voz de lo Alto le ordenó que escribiese y, aunque nunca había puesto en la mano un qalam (una pluma de caña), obedeció inmediatamente. Desde la oración del mediodía hasta el día siguiente a la misma hora, sin alimentarse y sin levantarse del lugar bendito donde estaba sentado, continuó escribiendo todo lo que le dictaba la voz celestial, no dudando un solo instante, ni siquiera deteniéndose ante la oscuridad de la noche, porque una luz sobrenatural iluminaba su Espíritu y un ángel guiaba su mano.

«Todos los hijos de Israel estaban estupefactos y contemplaban en silencio esta manifestación de la omnipotencia divina. Pero cuando el profeta hubo terminado su copia milagrosa, los imanes, envidiosos del favor particular del cual él acababa de ser objeto, alegaron que el nuevo Libro era una invención diabólica y que de ninguna manera se parecía con el antiguo.

«Euzer oró nuevamente a la bondad infinita y, cediendo a una súbita inspiración, se dirigió hacia la piscina de Siloé, seguido por todo el pueblo. Al llegar a la piscina, levantó las manos al cielo, hizo una larga y fervorosa oración, y toda la multitud se postró con él. De repente apareció en la superficie del agua una piedra cuadrada que flotaba como si fuese sostenida por una mano invisible; trémulos, los imanes reconocieron en esta piedra al cofre sagrado que se había perdido hace mucho tiempo. Euzer lo agarró con respeto; el cofre se abrió por sí mismo; la Tora de Moisés salió del cofre como si estuviese animada de vida propia, y la nueva copia, escapándose del pecho del profeta, fue a colocarse en la caja sagrada.

«Ya no era más posible la duda; sin embargo, el hombre santo exigió que los imanes comparasen los dos ejemplares. Éstos, a pesar de su confusión, obedecieron a la voluntad de Euzer. Después de un extenso examen, ellos atestiguaron en voz alta, que ni una palabra, ni un solo kareket (acento) había de diferente entre el Libro escrito por Euzer y el Libro que había escrito Moisés. Desde que prestaron ese homenaje a la verdad, Dios, para punirlos por sus primeros errores, cerró sus ojos y los sumergió en las tinieblas eternas.

«Fue así que los hijos de Israel fueron reconducidos a la fe de sus antepasados. El lugar donde estaba sentado el jefe que Dios les había dado fue llamado después Kerm ech Cheick (el cercado o la viña del Jeque).»

En esta narración, ¿quién no reconocerá varios fenómenos espíritas que los médiums reproducen ante nuestros ojos y que no tienen nada de sobrenatural?

[1] Nombre árabe de la gruta conocida con el nombre de Tumba de Lázaro. [Nota original del propio escritor Géraldy Saintine, autor del libro: Tres años en Judea.]