De un hermano muerto para su hermana viva (Médium: Sra. Schmidt)
Hermana mía, tú no sueles evocarme; esto no me impide venir a verte todos los días. Conozco tus aflicciones; tu vida es penosa –bien lo sé–, pero es necesario enfrentar el destino, que no siempre es alegre. Sin embargo, algunas veces hay un alivio en las penas; por ejemplo, aquel que hace el bien a costa de su propia felicidad puede, por sí mismo y por los otros, desviar el rigor de muchas pruebas.
En este mundo es raro ver que se haga el bien con esa abnegación; sin duda es difícil, pero no imposible, y los que tienen esa sublime virtud son verdaderamente los elegidos del Señor. Si nos diéramos cuenta de esa pobre peregrinación en la Tierra, comprenderíamos esto. Pero no es así: los hombres se apegan a los bienes materiales como si debiesen permanecer siempre en su exilio. No obstante, el sentido común y la más simple lógica demuestran todos los días que aquí somos sólo aves de paso, y que aquellos que tienen menos plumas en sus alas son los que llegan más rápido.
Buena hermana mía, ¿para qué le sirve al rico todo ese lujo, todo ese superfluo? Mañana él será despojado de todos esos vanos oropeles, para descender en la tumba, adonde no llevará nada. Es cierto que hizo un bonito viaje; nada le faltó, no sabía más qué desear y sorbió hasta el fin los deleites de la vida; en su delirio, también es cierto que algunas veces arrojó riendo una limosna a las manos de su hermano; pero, para esto, ¿retiró un pedazo de su boca? No, porque no se privó de un solo placer, de una única fantasía. Sin embargo, ese mismo hermano es un hijo de Dios, nuestro Padre en común, a que todo pertenece. Hermana mía, ¿comprendes que un buen padre no ha de desheredar a uno de sus hijos para enriquecer al otro? He aquí por qué ha de recompensar al que se privó de su parte en esta vida.
Así pues, aquellos que se creen desheredados, abandonados y olvidados llegarán en breve a buen puerto, donde reinan la justicia y la felicidad. ¡Pero infelices de aquellos que hicieron mal uso de los bienes que nuestro Padre les confió! ¡Infeliz también el hombre dotado del don tan precioso de la inteligencia, si de la misma abusó! Créeme, Marie, cuando se tiene la certeza de Dios, no hay nada en la Tierra que se pueda envidiar, a no ser la gracia de practicar sus leyes.
TU HERMANO WILHELM