Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1860

Allan Kardec

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María de Ágreda

Fenómeno de bicorporeidad

En un compendio histórico que acaba de ser publicado sobre la vida de María de Jesús de Ágreda, encontramos casos notables de bicorporeidad, que prueban que estos fenómenos son perfectamente aceptados por la religión. Es cierto que para determinadas personas las creencias religiosas no tienen más autoridad que las creencias espíritas; pero cuando esas creencias se apoyan en las demostraciones dadas por el Espiritismo y en las pruebas patentes que Él proporciona –sin derogar las leyes de la Naturaleza– a través de una potente teoría racional que demuestra su realidad mediante ejemplos análogos y auténticos, hay que rendirse ante la evidencia y reconocer que fuera de las leyes conocidas existen otras que aún están en los secretos de Dios.

María de Jesús nació en Ágreda, villa de Castilla, el 2 de abril de 1602, de padres nobles y con virtudes ejemplares. Aún muy joven, se convirtió en superiora del monasterio de la Inmaculada Concepción de María, donde murió con fama y reputación. He aquí el relato que se encuentra en su biografía:

«Por más que deseemos resumir, no podemos dejar de hablar aquí del papel completamente excepcional de la misionera María de Ágreda, que ejerció su apostolado en Nuevo México. Los hechos que vamos a narrar, cuyas pruebas son indiscutibles, demuestran por sí solo cuán elevados eran los dones sobrenaturales con los cuales Dios había enriquecido a su humilde sierva, y cuán dedicado era el fervor que ella nutría en su corazón por la salvación del prójimo. En sus vínculos íntimos y extraordinarios con el Señor, ella recibía una viva luz, con ayuda de la cual descubría el mundo entero y la multitud de hombres que lo habitaban, entre los cuales se encontraban los que aún no habían entrado en el seno de la Iglesia y que estaban en evidente peligro de perderse para la eternidad. A la vista de la pérdida de tantas almas, María de Ágreda sentía el corazón destrozado y, en su dolor, multiplicaba sus fervorosas oraciones. Dios le hizo saber que los pueblos de Nuevo México presentaban menos obstáculos para su conversión que el resto de los hombres, y que era especialmente sobre ellos que su divina misericordia quería derramarse. Este conocimiento fue un nuevo incentivo para el corazón caritativo de María de Ágreda, y desde lo más profundo de su alma imploró la clemencia divina en favor de ese pobre pueblo. El propio Señor le ordenó que orase y que trabajara para tal fin; y ella lo hizo de manera tan eficaz que Dios, cuyos designios son impenetrables, operó en ella y a través de ella una de las mayores maravillas que la Historia puede relatar.

«Un día, habiéndola el Señor arrebatado en éxtasis, en el momento en que oraba encarecidamente por la salvación de aquellas almas, María de Ágreda se sintió de repente transportada a una región lejana y desconocida, sin saber cómo. Entonces se encontró en un clima que no era más el de Castilla, experimentando los rayos de un sol más ardiente que de costumbre. Ante ella estaban hombres de una raza que jamás había encontrado, y entonces Dios le ordenó que ella ejecutase sus deseos caritativos predicando la ley y la fe santa a ese pueblo. La extática de Ágreda obedeció a esta orden. Predicaba a esos indios en su lengua española, y éstos la entendían como si les hablara en su propia lengua. Gran número de conversiones se produjeron. Al volver del éxtasis, esta santa mujer se hallaba en el mismo lugar en donde había sido arrebatada al comienzo. No fue una sola vez que María de Jesús cumplió ese papel maravilloso de misionera en su apostolado junto a los habitantes de Nuevo México. El primer éxtasis de ese género tuvo lugar en el año 1622; pero fue seguido por más de quinientos éxtasis del mismo género, durante aproximadamente ocho años. María de Ágreda se encontraba sin cesar en esa misma región para continuar su apostolado. Le parecía que el número de los convertidos había aumentado prodigiosamente, y que una nación entera, con el rey al frente, se había resuelto a abrazar la fe del Cristo.

«Al mismo tiempo ella veía, pero a una gran distancia, a los franciscanos españoles que trabajaban por la conversión de ese nuevo mundo, pero que ignoraban aún la existencia de ese pueblo que ella había convertido. Esta consideración la llevó a aconsejar a los indios para que algunos de ellos fuesen a pedir a aquellos misioneros que viniesen a bautizarlos. Fue por ese medio que la Providencia Divina quiso dar una patente manifestación del bien que María de Ágreda había hecho en Nuevo México, por su predicación extática.

«Un día, los misioneros franciscanos que María de Ágreda había visto en Espíritu, pero a una gran distancia, fueron abordados por un grupo de indios de una raza que aquéllos aún no habían encontrado en sus viajes. Los indios se anunciaban como mensajeros de su tribu, pidiendo la gracia del bautismo con mucho fervor. Sorprendidos con la visita de esos indios, y más asombrados todavía con el pedido que hacían, los misioneros buscaron saber la causa de ello. Los enviados respondieron que desde hacía bastante tiempo, una mujer había aparecido en su tierra anunciando la ley de Jesucristo. Agregaban que a veces esa mujer desaparecía, sin que se pudiese descubrir su paradero; que ella les había hecho conocer al verdadero Dios y que les había aconsejado dirigirse a los misioneros, a fin de obtener para toda su tribu la gracia del sacramento que redime los pecados y que transforma a los hombres en hijos de Dios. La sorpresa de los misioneros aumentó aún más cuando, al interrogar a los indios sobre los misterios de la fe, los encontraron perfectamente instruidos en todo lo que es necesario para la salvación. Los misioneros tomaron todas las informaciones posibles sobre esa mujer; pero todo lo que los indios pudieron decir fue que nunca habían visto a una persona similar. Entretanto, algunos detalles descriptivos del traje hicieron que los misioneros sospecharan que esa mujer usase hábitos de monja, y uno de ellos, que llevaba consigo el retrato de la venerable Madre Luisa de Carrión, aún viva y cuya santidad era conocida en toda España, lo mostró a los indios, pensando que ellos tal vez pudiesen reconocer algunos rasgos de la mujer-apóstol. Éstos, después de haber examinado el retrato, respondieron que la mujer que les había predicado la ley de Jesucristo llevaba en verdad un velo como la imagen del retrato, pero que las facciones del rostro eran completamente diferentes, siendo más joven y de una gran belleza.

«Entonces, algunos misioneros partieron con los emisarios indígenas, a fin de recoger entre ellos tan abundante cosecha. Después de caminar varios días, llegaron a dicha tribu, donde fueron recibidos con las más vivas demostraciones de alegría y de reconocimiento. En el viaje pudieron constatar que en todos los individuos de ese pueblo, la instrucción cristiana era completa.

«El jefe de la tribu, objeto de especiales solicitudes de la sierva de Dios, quiso ser el primero en recibir la gracia del bautismo con toda su familia; y en pocos días la tribu entera siguió su ejemplo.

«No obstante esos grandes acontecimientos, aún se ignoraba quién era la sierva del Señor que había evangelizado a esos pueblos, y había una santa curiosidad y una piadosa impaciencia por conocerla. Sobre todo el Padre Alonso de Benavides, que era el superior de los misioneros franciscanos en Nuevo México, quería rasgar el velo misterioso que aún cubría el nombre de esta mujer-apóstol y anhelaba por volver momentáneamente a España para descubrir el retiro de esa religiosa desconocida que prodigiosamente había cooperado en la salvación de tantas almas. En fin, en 1630 pudo embarcar a España y se dirigió directamente a Madrid, donde entonces se encontraba el General de su orden. Benavides le dio a conocer el objetivo que se había propuesto al emprender su viaje a Europa. El General conocía a María de Jesús de Ágreda, y según el deber de su cargo había examinado a fondo el interior de esta religiosa. Conocía su santidad, pues, tan bien como la sublimidad de los caminos en que Dios la había puesto. Le vino luego al pensamiento de que esa mujer privilegiada bien podía ser la mujer-apóstol de la cual hablaba el Padre Benavides, a quien comunicó sus impresiones. Le dio cartas de recomendación por las cuales lo constituía su comisario, con orden a María de Ágreda para responder con toda simplicidad a las preguntas que él considerase conveniente dirigirle. Con estas credenciales, el misionero partió para Ágreda.

«La humilde monja se vio entonces obligada a revelar al misionero todo lo que sabía con referencia al objeto de su misión junto a ella. Confusa y dócil a la vez, ella manifestó a Benavides todo lo que le había sucedido en sus éxtasis, agregando con franqueza que estaba completamente incierta sobre el modo con el cual su acción había podido ejercerse a una distancia tan grande. Benavides también interrogó a la monja acerca de las particularidades de los lugares que tantas veces ella hubo visitado y verificó que la misma estaba muy bien informada sobre todo lo que se relacionaba con Nuevo México y con sus habitantes. Ella le expuso, en los mínimos detalles, toda la topografía de esas regiones y las describió sirviéndose hasta de los nombres propios, como lo habría hecho un viajero después de haber pasado varios años en esas regiones. Incluso agregó que ella había visto varias veces a Benavides y a sus religiosos, indicándole los lugares, los días, las horas, las circunstancias y dándole detalles especiales sobre cada uno de los misioneros.

«Se comprende fácilmente el júbilo de Benavides por haber descubierto finalmente el alma privilegiada de que Dios se había servido para ejercer su acción prodigiosa sobre los habitantes de Nuevo México.

«Antes de dejar la villa de Ágreda, Benavides quiso redactar una declaración de todo lo que había constatado, ya sea en América como en Ágreda, en sus conversaciones con la sierva de Dios. En ese documento expresó su convicción personal con referencia a la manera con la cual la acción de María de Jesús se había hecho sentir entre los indios. Él se inclinaba a creer que esa acción había sido corpórea. Sobre esta cuestión, la humilde monja siempre guardó una gran reserva. A pesar de los miles de indicios que llevaron a Benavides a sacar en conclusión lo que ya había deducido antes el confesor de la sierva de Dios, indicios que parecían revelar una mudanza corporal de lugar, María de Ágreda siempre persistió en la creencia de que todo sucedía en Espíritu; en su humildad, ella era fuertemente tentada a pensar –aunque de forma inocente e involuntaria de su parte– que ese fenómeno podría ser sólo una alucinación. Pero su director, que conocía profundamente la cuestión, pensaba que la religiosa era transportada corporalmente en sus éxtasis, a los lugares de sus trabajos evangélicos. Él fundamentaba su opinión en la impresión física que el cambio de clima causaba en María de Ágreda, en su larga serie de trabajos entre los indios y en la opinión de varias personas doctas que él creyó un deber consultar muy secretamente. Sea como fuere, el hecho permanecerá siempre como uno de los más maravillosos de que se haya hablado en los anales de los santos, y es muy apropiado para dar una verdadera idea, no sólo de las comunicaciones divinas que recibía María de Ágreda, sino también de su candor y de su amable sinceridad.»