El castigo
(Médium: Sra. de Costel)
Los Espíritus malévolos, egoístas y duros, inmediatamente después de la muerte, padecen una duda cruel acerca de su destino presente y futuro; miran a su alrededor, y como al principio no ven a nadie sobre quien puedan ejercer su influencia maléfica, la desesperación se apodera de ellos, porque el aislamiento y la inacción son intolerables para los Espíritus malos. No elevan su mirada hacia los lugares habitados por los Espíritus puros; observan lo que los rodea, y tan pronto como perciben el abatimiento de los Espíritus débiles y punidos, se arrojan sobre ellos como a una presa, valiéndose del recuerdo de sus faltas pasadas, que incesantemente ponen en acción mediante sus gestos escarnecedores. Como no les basta con esta burla, se lanzan a la Tierra como buitres hambrientos y buscan entre los hombres el alma que les dé el más fácil acceso a sus tentaciones. Se apoderan de la misma, exaltan su codicia, intentan extinguir su fe en Dios y, cuando finalmente se adueñan de esa conciencia y ven que su presa está dominada, extienden su fatal contagio a todo lo que se aproxime de su víctima.
El Espíritu malo que pone en práctica su rabia es casi dichoso; sólo sufre en los momentos en que no logra actuar y cuando el bien triunfa sobre el mal.
Sin embargo, los siglos transcurren; el Espíritu malo siente que de repente las tinieblas lo invaden. Su círculo de acción se restringe, y su conciencia, hasta entonces sorda, le hace sentir las puntas afiladas del remordimiento. Inactivo, arrastrado por el torbellino, dicho Espíritu deambula, sintiendo que la piel se le eriza de pavor –como dicen las Escrituras. Luego, un gran vacío se hace en él y a su alrededor; el momento ha llegado: debe expiar. Allí está la reencarnación, amenazadora; él ve, como en un espejismo, las pruebas terribles que le esperan; desearía retroceder, pero avanza y, precipitado en el profundo abismo de la vida, cae espantado hasta que el velo de la ignorancia cubre sus ojos. Él vive, actúa y aún es culpable; siente en sí mismo una especie de recuerdo que lo inquieta, como presentimientos que lo hacen temblar, pero que no le impiden retroceder en la senda del mal. Al estar sin fuerzas y agotado por sus crímenes, va a morir. Tendido sobre un camastro o sobre su lecho, ¡qué importa esto!, el hombre culpable siente, bajo su aparente inmovilidad, ¡que se estremece y que vive un mundo de sensaciones olvidadas! Bajo sus párpados cerrados, él ve que surge un destello y oye sonidos extraños; su alma, que va a dejar al cuerpo, se agita impacientemente, mientras que sus manos crispadas intentan aferrarse a las sábanas; le gustaría hablar y gritar a quienes lo rodean: –¡Retenedme! ¡Veo el castigo! Pero no lo consigue; la muerte se estampa en sus labios descoloridos, y los asistentes dicen: ¡He aquí que está en paz!
Entretanto, él escucha todo; flota alrededor de su cuerpo, al que no quiere abandonar; una fuerza secreta lo atrae: observa y reconoce lo que ya había visto. Desvariado, se lanza al espacio, donde quiere esconderse. ¡Pero no encuentra refugio! ¡No tiene reposo! Otros Espíritus le devuelven el mal que ha hecho, y castigado, escarnecido y confuso a su vez, él deambula y deambulará hasta que la divina luz ilumine su obstinación y lo esclarezca, para mostrarle al Dios vengador, al Dios triunfante de todo mal, al que no podrá aplacar sino mediante gemidos y expiaciones.
GEORGES
Nota – Nunca había sido trazado un cuadro más elocuente, más terrible y más verdadero del destino que le aguarda al malvado. Por lo tanto, ¿es necesario recurrir a la fantasmagoría de las llamas y de las torturas físicas?