JOBARD
La teoría de la formación de la Tierra por la incrustación de varios cuerpos planetarios ya fue dada en diversas épocas por ciertos Espíritus, a través de médiums extraños entre sí. De ninguna manera somos adeptos de esta doctrina, que observamos que aún no ha sido lo suficientemente estudiada como para pronunciarnos sobre ella, pero reconocemos que merece un examen serio. Por lo tanto, las reflexiones que la misma nos sugiere no pasan de hipótesis, hasta que datos más positivos vengan a confirmarlas o a desmentirlas; a la espera de esto, es un jalón que puede abrir camino a un gran descubrimiento y que puede guiar en las investigaciones, y tal vez un día los científicos encuentren allí la solución de más de un problema.
Dirán ciertos críticos: ¿pero entonces no tenéis confianza en los Espíritus, puesto que dudáis de sus afirmaciones? ¿No pueden ellos, como inteligencias desprendidas de la materia, disipar todas las dudas de la Ciencia y derramar luces donde reina la oscuridad?
Esto es una cuestión muy seria, que se vincula a la propia base del Espiritismo, y que no podríamos resolver en este momento sin repetir lo que al respecto ya hemos dicho; por lo tanto, sólo diremos algunas palabras, a fin de justificar nuestras reservas. En primer lugar responderemos que uno se volvería sabio sin grandes dificultades, si únicamente se tratase de interrogar a los Espíritus para conocer todo lo que se ignora. Dios quiere que podamos adquirir la Ciencia a través del trabajo, y Él no encargó a los Espíritus para que nos traigan todo ya realizado, a fin de no estimular nuestra pereza. En segundo lugar la Humanidad, como los individuos, tienen su infancia, su adolescencia, su juventud y su edad viril. Los Espíritus, encargados por Dios para instruir a los hombres, deben por tanto proporcionarles enseñanzas para el desarrollo de la inteligencia; ellos no dirán todo a todos, esperando, antes de sembrar, que la tierra esté preparada para recibir la semilla, a fin de hacerla fructificar. He aquí por qué ciertas verdades que nos son enseñadas hoy, no fueron enseñadas a nuestros antepasados, que también interrogaban a los Espíritus; he aquí por qué las verdades, para las cuales no estamos aún maduros, sólo serán enseñadas a los que vengan después de nosotros. El error está en que uno cree que ha llegado a lo más alto de la escala, mientras que apenas se encuentra a mitad de camino.
Digamos, de paso, que los Espíritus tienen dos maneras de instruir a los hombres: pueden hacerlo comunicándose directamente –lo que ha sucedido en todos los tiempos, así como lo prueban todas las historias sagradas y profanas–, o encarnándose entre ellos para cumplir misiones de progreso; tales son esos hombres de bien y de genio que aparecen de tiempo en tiempo como antorchas para la Humanidad, haciéndola adelantar algunos pasos. Ved lo que ocurre cuando esos mismos hombres vienen antes del tiempo propicio para las ideas que deben propagar: son menospreciados cuando encarnados, pero sus enseñanzas no quedan perdidas; como un precioso grano puesto de reserva –depositado en los archivos del mundo–, un bello día sale del polvo, en el momento en que puede dar sus frutos.
Por lo tanto comprendemos que, si no ha llegado el tiempo requerido para propagar ciertas ideas, será en vano que se interrogue
a los Espíritus; ellos solamente pueden decir lo que les está permitido. Pero también hay otra razón, que comprenden perfectamente todos los que tienen alguna experiencia del mundo espírita.
No basta ser Espíritu para poseer la Ciencia universal, pues de lo contrario la muerte nos volvería casi iguales a Dios. Además, el simple buen sentido se niega a admitir que el Espíritu de un salvaje, de un ignorante o de un malvado, por el solo hecho de desprenderse de la materia, alcance el nivel del sabio o del hombre de bien; esto no sería racional. Hay Espíritus adelantados, por lo tanto, y otros más o menos atrasados que deben superar más de una etapa y pasar por numerosos tamices antes de despojarase de todas sus imperfecciones. De esto resulta que en el mundo de los Espíritus son encontradas todas las variedades morales e intelectuales que existen entre los hombres, y muchas otras más; ahora bien, la experiencia prueba que se comunican tanto los malos como los buenos. Aquellos que son francamente malos son fácilmente reconocibles; pero también hay los que son falsos eruditos, pseudosabios, presuntuosos, sistemáticos e inclusive hipócritas; éstos son los más peligrosos, porque adoptan una apariencia de gravedad, de sabiduría y de ciencia, mediante la cual frecuentemente dicen, en medio de algunas verdades y de buenas máximas, las cosas más absurdas. Y para engañar mejor, no temen en ostentar los más respetables nombres. Discernir lo verdadero de lo falso, descubrir la superchería escondida en la exhibición de palabras profusas, desenmascarar a los impostores, he aquí indiscutiblemente una de las mayores dificultades de la ciencia espírita. Para superar eso es preciso tener una amplia experiencia, conocer todas las astucias de que son capaces los Espíritus de orden inferior, tener mucha prudencia, ver las cosas con la más imperturbable sangre fría y, sobre todo, ponerse en guardia contra el entusiasmo que ciega. Con hábito y un poco de tacto se llega fácilmente a reconocer sus verdaderas intenciones, incluso bajo el énfasis del más pretensioso lenguaje. Pero infeliz del médium que se cree infalible y que se hace ilusiones con las comunicaciones que recibe: el Espíritu que lo domina puede fascinarlo hasta el punto de hacerlo hallar sublime lo que a menudo es simplemente absurdo y que salta a los ojos de todos, menos de él mismo.
Volvamos a nuestro asunto. La teoría de la formación de la Tierra por incrustación no es la única que fue dada por los Espíritus. ¿En cuál creer? Esto nos prueba que fuera de la moral, que no puede tener dos interpretaciones, no se deben aceptar las teorías científicas de los Espíritus sino con la mayor reserva, porque –una vez más lo repetimos– ellos no están encargados de traernos la Ciencia totalmente resuelta; lejos están de saberlo todo, especialmente en lo que concierne al principio de las cosas; en fin, es necesario desconfiar de las ideas sistemáticas que algunos de ellos buscan hacer prevalecer y a las cuales, inclusive, no tienen ningún escrúpulo en darles un origen divino. Si examinamos esas comunicaciones con sangre fría, especialmente sin prevención; si evaluamos maduramente todas las palabras, descubriremos fácilmente los rastros de un origen sospechoso, incompatible con el carácter del Espíritu que se supone que habla. Algunas veces son herejías científicas tan patentes, que sería necesario ser ciego o muy ignorante para no percibirlas; ahora bien, ¿cómo suponer que un Espíritu superior pueda cometer semejantes absurdos? Otras veces son expresiones triviales, formas ridículas, pueriles y otras mil señales que delatan la inferioridad para el que no esté fascinado. ¿Qué hombre de buen sentido podría creer que una doctrina que contradiga a los datos más positivos de la Ciencia pueda emanar de un Espíritu sabio, aun cuando llevase el nombre de Arago? ¿Cómo creer en la bondad de un Espíritu que diera consejos contrarios a la caridad y a la benevolencia, aunque fuesen firmados por un apóstol de la beneficencia? Decimos más: hay una profanación en mezclar nombres venerables con comunicaciones que llevan trazos evidentes de inferioridad. Cuanto más elevados sean los nombres, más circunspección es preciso para acogerlos, y más se debe temer en ser el juguete de una mistificación. En resumen, el gran criterio de la enseñanza dada por los Espíritus, es la lógica. Dios nos ha dado el discernimiento y la razón para servirnos de los mismos; los Espíritus buenos nos lo recomiendan, y con esto nos dan una prueba de su superioridad; los otros se abstienen de eso: quieren que creamos en ellos a ciegas, porque saben muy bien que con un examen serio llevan todas las de perder.
Por lo tanto, tenemos –como se ve– muchos motivos para no aceptar a la ligera todas las teorías dadas por los Espíritus. Cuando surge una, nos limitamos al papel de observador; hacemos abstracción de su origen espiritual, sin dejarnos deslumbrar por la ostentación de nombres pomposos; la examinamos como si emanase de un simple mortal y vemos si es racional, si explica todo y si resuelve todas las dificultades. Fue así que procedimos con la doctrina de la reencarnación, que –a pesar de provenir de los Espíritus– no adoptamos sino después de haber reconocido que sólo ella, y únicamente ella podía resolver lo que ninguna filosofía había aún resuelto, y esto con abstracción hecha de las pruebas materiales que a cada día son dadas al respecto, a nosotros y a muchos otros. Por lo tanto, los contradictores nos importan poco, aunque estos mismos sean Espíritus; desde el momento en que ella sea lógica, conforme a la justicia de Dios; desde que ellos no puedan sustituirla por algo más satisfactorio, nosotros no nos inquietamos más con éstos que con aquellos que afirman que la Tierra no gira alrededor
del Sol –porque hay Espíritus que dicen esto y que se creen sabios– o que pretenden que el hombre vino completamente formado de otro mundo, transportado en el lomo de un elefante alado.
Tampoco concordamos –muy lejos de esto– con ese punto de vista de la formación, ni, sobre todo, con esa visión del poblamiento de la Tierra; por eso es que hemos dicho al comienzo que, para nosotros, la cuestión no estaba lo suficientemente dilucidada. Encarada desde el punto de vista puramente científico, decimos solamente que, a la primera ojeada, la teoría de la incrustación no nos parecía desprovista de fundamento y, sin pronunciarnos en pro o en contra, decimos que en ella encontramos motivo de examen. En efecto, si estudiamos los caracteres fisiológicos de las diferentes razas humanas, no es posible atribuirles un tronco común, porque la raza negra no es, de ninguna manera, una alteración de la raza blanca. Ahora bien, siguiendo la letra del texto bíblico, que hace proceder a todos los hombres de la familia de Noé, 2400 años antes de la Era Cristiana, sería necesario no sólo admitir que en algunos siglos esta única familia hubiera poblado Asia, Europa y África, sino que se hubiese transformado en negros. Sabemos muy bien la influencia que el clima y los hábitos pueden ejercer en el organismo; el ardor del sol tuesta la epidermis y broncea la piel, pero en ninguna parte se ha visto, incluso bajo el más intenso calor tropical, que familias blancas procreasen negros sin cruce de razas. Para nosotros, por lo tanto, es evidente que las razas primitivas de la Tierra provienen de troncos diferentes. ¿Cuál es el principio? He aquí la cuestión y, hasta tener ciertas pruebas, sólo es permitido hacer conjeturas al respecto; a los científicos, pues, compete ver las que mejor concuerdan con los hechos constatados por la Ciencia.
Sin examinar cómo pudo hacerse la agregación y la soldadura de varios cuerpos planetarios para formar nuestro globo actual, debemos reconocer que la cuestión no sería imposible, y desde ese momento se explicaría la presencia simultánea de razas heterogéneas tan diferentes en costumbres y en lenguas, de que cada globo habría traído los gérmenes o los embriones, y tal vez los individuos completamente formados. ¿Quién sabe? En esta hipótesis, la raza blanca provendría de un mundo más avanzado que el que habría traído la raza negra. En todo caso, la agregación no podría operarse sin un cataclismo general, lo que sólo habría permitido la subsistencia de algunos individuos. De ese modo, según esta teoría, nuestro globo sería a la vez muy antiguo por las partes que lo constituirían, y muy nuevo por su aglomeración. Como se ve, este sistema no contradice en nada los períodos geológicos que, así, remontarían a una época indeterminada y anterior a la agregación. Sea como fuere, y a pesar de lo que diga al respecto el Sr. Jobard, si las cosas han sucedido de esa manera, parece difícil que tal acontecimiento se haya realizado y, sobre todo, que el equilibrio de semejante caos se haya podido establecer en seis días de 24 horas. Los movimientos de la materia inerte están sometidos a leyes eternas, que no pueden ser derogadas sino por milagros.
Nos queda por explicar qué se debe entender por el alma de la Tierra, porque no puede entrar en la cabeza de nadie atribuir una voluntad a la materia. Los Espíritus siempre nos han dicho que algunos de entre ellos tienen atribuciones especiales; como agentes y ministros de Dios, ellos dirigen –según el grado de su elevación– los hechos de orden físico, así como los de orden moral. Del mismo modo que algunos velan por los individuos, de los cuales se erigen en protectores o genios familiares, otros toman bajo su protección conjuntos de personas, grupos, ciudades, pueblos e incluso mundos. Por alma de la Tierra, pues, se debe entender al Espíritu llamado en su misión a dirigirla y a hacerla progresar, teniendo bajo sus órdenes a innumerables legiones de Espíritus encargados de velar por el cumplimiento de sus designios. El Espíritu director de un mundo debe ser necesariamente de un orden muy superior, y tanto más elevado cuanto más adelantado sea aquel mundo.
Si insistimos en varios puntos que podrían parecer extraños a nuestro asunto, ha sido precisamente por tratarse de una cuestión científica eminentemente controvertida. Lo importante es que quede bien constatado, para aquellos que juzgan las cosas sin conocerlas, que el Espiritismo está lejos de tomar como artículo de fe todo lo que viene del mundo invisible; así, Él no se apoya –como ellos pretenden– en una creencia ciega, sino en la razón. Si ni todos los adeptos proceden con la misma circunspección, no es por culpa de la ciencia espírita, sino de los que no se toman el trabajo de profundizarla; ahora bien, no sería lógico juzgar a esta ciencia por la exageración de algunos, como no sería lógico condenar a la religión por la opinión de algunos fanáticos.